La vida nos va enviando mensajes para
poder seguir, con la menor dificultad posible, la ruta idónea por la que
transitar en esta apasionante aventura que es la de encontrarse dentro de un
cuerpo.
Es bien cierto que sería, muchísimo,
más fácil si el cuerpo dispusiera de un manual de instrucciones como el que
acompaña a cualquier artefacto que se precie, aunque también es posible, que de
existir el manual no lo leyéramos como hacemos con tantos y tantos manuales de
instrucciones que pasan por nuestras manos.
Pero
no, hemos llegado sin manual, y todo el aprendizaje ha de hacerse en base a imitar,
como los monitos, el hacer de otros que llevan tiempo viviendo la aventura o,
utilizando el conocido método de la prueba y el error o, y esto es lo novedoso,
novedoso porque nadie nos lo enseña, el escuchar los mensajes que va enviando
la misma vida y tratar de seguir esas instrucciones, no escritas, pero si
sentidas.
Es
muy didáctico sentarse en la puerta de la vida y ver cómo van desfilando el
resto de vidas que te acompañan en esta aventura por delante de ti. Es entonces
cuando se es consciente de la gran disparidad de vidas que pueden coexistir.
Tantas como seres, tantas como almas encarnadas. Y es sorprendente comprobar como
ante idénticos acontecimientos cada vida reacciona de diferente manera, ya que
cada persona lo percibe, lo piensa y lo siente de diferente manera, en función
de su evolución y de su madurez. En definitiva, lo vive en función del punto en
el que se encuentra en su camino hacia Dios y, por lo tanto, es más que probable
que no sirva la misma solución para problemas que parecen similares.
Aunque
se puede recetar o aconsejar la misma receta para solucionar problemas
idénticos, está claro, y la experiencia nos da infinidad de pruebas, de que la
misma solución no sirve para solucionar lo que parece un mismo problema, por la
sencilla razón de que el problema varía en múltiples formas cuando se vive por
una u otra persona.
Pero
hay una receta que no falla, es el mensaje que el alma hace llegar al cuerpo
que la alberga. El alma sabe la razón por la que la persona está viviendo uno u
otro acontecimiento, sabe cuando liberarse de él y cómo hacerlo. Solo hay que
escuchar esos mensajes del alma, sin embargo, por múltiples razones, esos
mensajes parece que no llegan a su destino.
O,
puede ser que sí lleguen, pero que no se escuchen, porque no se está
acostumbrado a escuchar el “siseo” del alma. ¡Habla tan bajito! que cuesta
escuchar. Y si, por casualidad, escuchamos, podemos no hacer ningún caso porque
parece que una nueva locura ha atravesado por nuestro cerebro. Porque el “siseo”
del alma suele ser eso que denominamos intuición y no estamos acostumbrados a
seguir las intuiciones, que no son otra cosa que los dictados del corazón, que
es quien traduce los “siseos” del alma.
Lo
mejor es sentarse en silencio, sin hacer, sin pensar, solo respirar, solo ser,
solo estar. Y así parecerá que los siseos se acrecientan hasta parecer gritos,
y a la persona no le va a quedar más remedio que seguir la ruta que los gritos
van marcando.
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