Cava en el interior.
En el interior está la fuente del bien,
que siempre puede seguir brotando mientras tú sigas cavando.
MARCO
AURELIO
Cava en el interior.
En el interior está la fuente del bien,
que siempre puede seguir brotando mientras tú sigas cavando.
MARCO
AURELIO
Cada persona piensa,
habla y actúa de manera diferente al resto del mundo. Es natural creer que lo
que uno piensa, dice y hace es lo correcto. Pero, si partimos de esta premisa,
¿significa esto que todas aquellas personas cuyos pensamientos, palabras o
acciones difieren de los míos están equivocadas?
Si aceptáramos esta
lógica, llegaríamos a la conclusión de que todos los seres humanos que habitan
la Tierra llevan una vida equivocada, pues ninguno coincide plenamente con los
demás. Pero la verdad es que cada individuo actúa en función de su propio
pensamiento y percepción, moldeados por su experiencia, su entorno y su forma
de interpretar la realidad.
Por lo tanto, culpas,
errores o reacciones ante cualquier circunstancia no son más que el producto de
nuestra propia mente. Lo que consideramos una desgracia no es responsabilidad
del prójimo ni de su manera de pensar diferente. Atribuirle la culpa a otro es,
en esencia, el resultado de nuestra interpretación subjetiva de los
acontecimientos.
El verdadero poder
reside en el pensamiento. Si logro modificar mi forma de pensar, cambiará mi
manera de percibir el mundo. Y este cambio de pensamiento debe ser profundo,
hasta alcanzar una perspectiva que me permita aceptar con alegría cualquier
circunstancia que la vida me presente.
Este, sin duda, es el
secreto de la felicidad: aprender a transformar nuestra visión del mundo para
encontrar paz, aceptación y gozo en cualquier situación. La felicidad no
depende de las circunstancias externas, sino de la actitud con la que elegimos
enfrentarlas.
Ama, acepta, respeta
El mundo que habitamos
es un reflejo de nuestras acciones y pensamientos. No es un lugar estático ni
ajeno a nuestras intenciones, sino una constante construcción de lo que
sembramos en cada interacción, en cada gesto, en cada palabra. Somos los
creadores de nuestro mundo.
De todo lo que podemos
aportar a la vida, tres pilares sostienen la armonía entre nosotros: amar,
aceptar y respetar. Son verbos sencillos, pero su impacto es profundo.
Aplicarlos con sinceridad transforma la manera en que vivimos, en que nos
relacionamos, en que entendemos y en que somos entendidos.
El amor es el
principio de todo acto noble, el motor que nos impulsa a conectar, a cuidar, a
ofrecer lo mejor de nosotros. No se trata solo del amor romántico, sino de una
manera de estar en el mundo. Amar es ver con bondad, actuar con ternura,
ofrecer comprensión.
Cuando una persona
ama, no tiene espacio para el daño. ¿Cómo podría? El amor, en su esencia más
pura, es generoso y desinteresado. No humilla ni hiere. No es egoísta ni
posesivo. Es un estado de apertura, de entrega, de preocupación genuina por el
bienestar del otro.
Sin amor, el mundo se
endurece. Se llena de frialdad, de indiferencia, de pequeños gestos de descuido
que, acumulados, crean grietas en nuestras relaciones. Pero cuando el amor está
presente, hasta los momentos más difíciles pueden ser llevados con calma, con
paciencia, con dulzura. Amar es sostener sin exigir, es acompañar sin
poseer.
Nos enseñan desde
pequeños que el amor es importante, pero rara vez nos enseñan cómo aplicarlo
más allá de las relaciones personales. Amar no es un sentimiento, es una
energía, que nos imprime el carácter para actuar con bondad, para mirar con
comprensión, para escuchar con atención. Amar es el principio de una vida en
paz, dentro y fuera de uno mismo.
Y si amas, aceptas,
sin más. Aceptar no significa estar de acuerdo con todo ni justificar lo
injustificable. La aceptación no es resignación, sino un acto de respeto por la
diversidad, por la diferencia, por los caminos que no son los nuestros.
Cada persona es un
universo complejo, un cúmulo de vivencias, pensamientos y emociones que han
moldeado su forma de ver el mundo. Aceptar es reconocer que no hay una única
manera de existir, de pensar, de actuar. Es entender que la historia de cada
quien tiene matices que quizás nunca comprendamos del todo, pero que merecen
ser respetados.
Cuando aceptamos, dejamos
atrás el impulso de criticar, de señalar, de juzgar. La crítica constante no
solo lastima a los demás, sino que nos atrapa en una espiral de descontento.
¿De qué nos sirve vivir esperando que todos piensen, actúen y sean exactamente
como creemos que deberían? La vida es, y punto. Y es más rica cuando aprendemos
a mirar sin condenar, cuando aceptamos sin imponer, cuando entendemos sin
exigir cambio inmediato.
Aceptar no implica que
todas las decisiones sean correctas, ni que todo lo que ocurre sea justo. Pero
sí implica soltar el peso del juicio innecesario, el que nace de la falta de
empatía, de la incapacidad de ver más allá de nuestras propias perspectivas.
Cuando aprendemos a
aceptar, nuestra energía cambia. Nos volvemos menos rígidos, menos hostiles.
Aprendemos que la diversidad no es una amenaza, sino una riqueza. Aceptamos las
diferencias sin sentirnos atacados por ellas. Aceptamos la vida con sus contrastes,
sus contradicciones, sus sorpresas.
Si
el amor construye y la aceptación libera, el respeto es el pilar que sostiene
cualquier convivencia. Sin respeto, las conexiones humanas se deterioran, la comunicación
se envenena, los conflictos surgen sin remedio.
Respetar es reconocer
el valor del otro. Es entender que, aunque no compartamos sus ideas, merece
dignidad, merece voz, merece espacio. Es la actitud que permite la paz, que
evita el conflicto innecesario, que nos recuerda que todos somos parte de algo
mayor.
El respeto no es una
cortesía ocasional, sino un principio que debería guiarnos siempre. Respetar
implica escuchar sin interrumpir, entender sin desestimar, permitir sin
imponer. No exige que todos pensemos igual, pero sí demanda que tratemos a los
demás con consideración.
En un mundo donde la
agresión verbal y el desprecio se han convertido en herramientas comunes, el
respeto es una luz que equilibra las diferencias. Nos da la capacidad de
disentir sin odio, de discutir sin herir, de coexistir sin destruir.
Cuando respetamos,
todo está bien. Porque en el respeto hay espacio para el amor, hay lugar para
la aceptación. Nos permite vivir sin miedo, sin la necesidad de imponer
nuestras ideas sobre los demás. Nos da libertad, nos da paz.
Cuando alguien decide
amar, aceptar y respetar, está eligiendo un camino de paz. No significa que
todo sea fácil, ni que los conflictos desaparezcan por completo. Pero sí
significa que, al enfrentarlos, lo hacemos desde la empatía, desde la
paciencia, desde la voluntad de entender en vez de condenar.
Amar nos vuelve
cálidos, accesibles, confiables. Aceptar nos libera del peso del juicio, del
agotamiento de la crítica constante. Respetar nos permite convivir sin temor,
sin imposiciones, sin violencia.
Si cada persona
aplicara estos principios, el mundo cambiaría radicalmente. La convivencia
sería más armoniosa, los conflictos se reducirían, las relaciones serían más
auténticas. Pero más allá del impacto social, vivir bajo estas premisas también
transforma nuestra paz interior. Nos permite descansar, soltar la carga de la
hostilidad, encontrar alegría en la simpleza de cada día.
Porque cuando amas,
aceptas y respetas, no solo transformas tu entorno: te transformas a ti
mismo.
Yo siempre estoy.
Soy la presencia
incansable, la sombra que no se aparta, el eco que resuena aun cuando nadie
escucha. Opine blanco u opine negro, mi esencia no depende del vaivén de mis
pensamientos.
Porque la mente es un
río cambiante, caprichoso, que arrastra certezas y las disuelve en dudas, que
colorea el mundo con matices infinitos. Hoy creo, mañana cuestiono. Hoy afirmo,
mañana dudo. Pero en medio de ese torbellino, una certeza se mantiene
inquebrantable: yo siempre estoy.
Soy el testigo de mis
propias contradicciones, el refugio de mis propias tormentas. No soy lo que
pienso, no soy lo que opino. Soy aquel que observa, que sobrevive a cada
revolución interna.
A pesar de mi mente, a
pesar de sus susurros y sus gritos, sigo aquí. Inmutable, presente. Soy el que
permanece.
DECRETO:
Para obtener libertad financiera
YO
SOY las Riquezas de Dios fluyendo a mis manos y uso que nada puede detener.
Di
frecuentemente: La Presencia YO SOY gobierna todo canal existente en
manifestación. Lo gobierna todo.
SAINT
GERMAIN
Todo lo que pasa es tan habitual y familiar
como una rosa en primavera y los frutos del otoño; así también la enfermedad y
la muerte, la calumnia, la traición y cuanto alegra o entristece a los locos.
MARCO AURELIO
Cuando una persona
supera la altura media, se dice de ella que es alta, y seguirá siéndolo en
cualquier circunstancia. Lo mismo sucede con quien tiene el cabello negro,
rubio, los ojos verdes o azules. Estas características físicas permanecen
inalterables, independientemente del lugar donde se encuentre o de las personas
que la rodean.
No hay discusión
posible en cuanto a que los aspectos físicos de una persona no cambian por sí
solos de un momento a otro, bajo ninguna circunstancia. Podemos afirmar con certeza
que, si alguien es alto, continuará siéndolo; si alguien tiene los ojos azules,
no los perderá repentinamente. Estas características son objetivas, observables
y constantes.
Sin embargo, cuando
nos adentramos en los atributos morales, ¿se aplican las mismas reglas?
¿Permanecen inalterables como las características físicas, o están sujetas a
cambios según el entorno, las circunstancias o las decisiones
individuales?
Quiero centrarme en un
atributo moral en particular: la honestidad. Este valor fundamental implica
actuar con sinceridad, decir la verdad, respetar a los demás y a uno mismo. Sin
embargo, la honestidad no parece mantenerse inalterable en un porcentaje
significativo de personas, a diferencia de las características físicas.
Una persona
verdaderamente honesta habla y actúa siempre de acuerdo con sus ideales y
creencias, sin importar la situación en la que se encuentre o las consecuencias
que puedan derivarse de su comportamiento. Sin embargo, la realidad nos muestra
que muchas personas pueden ser honestas en ciertos momentos y menos honestas en
otros.
Si se le pregunta a
cualquier individuo si se considera honesto, seguramente responderá
afirmativamente, convencido de que dice la verdad, actúa con transparencia y no
engaña a los demás. Pero si se profundiza en su comportamiento en distintas
circunstancias de la vida, podríamos encontrar contradicciones en su
respuesta.
¿Siempre eres honesto
con tu pareja y tus hijos? ¿Nunca ocultas información o cuentas medias verdades
para evitar conflictos o preocupaciones?
¿Rindes al cien por
ciento en tu trabajo, sin intentar engañar a tu empleador, sin exagerar
resultados, sin hacer menos de lo que podrías hacer?
¿Declaras exactamente
lo que corresponde a la hacienda pública, sin omitir ingresos, sin buscar
lagunas legales para reducir impuestos de manera indebida?
¿Cumples todas las
normas y ordenanzas sin buscar maneras de esquivarlas? ¿Respetas las reglas de
tránsito, aunque nadie te esté observando?
Es común que las
personas busquen justificar ciertos actos que no son completamente honestos.
Una de las frases más repetidas es: “Quien roba a un ladrón tiene cien años de
perdón”. Esto refleja la idea de que el engaño o la deshonestidad pueden
justificarse si la otra parte ha actuado mal primero. Sin embargo, esta lógica
no es válida. La honestidad no depende de cómo actúen los demás, sino de
nuestra propia integridad.
Ser honesto no
significa actuar con rectitud solo cuando el entorno es favorable o cuando
quienes nos rodean también lo son. La honestidad debe prevalecer sin importar
ante quién nos encontramos: el rico y el pobre, el ladrón, el corrupto y el más
honrado de los seres.
La honestidad
verdadera es aquella que no cambia según la conveniencia o el contexto. Es un
principio arraigado en la ética personal y no debe ser flexible o adaptable
según las circunstancias.
Si analizamos la
sociedad en su conjunto, veremos que la honestidad es un valor esencial para la
convivencia. Sin ella, el sistema en el que operamos se desmoronaría. Si cada
persona actuara bajo el principio de “lo que me conviene en este momento”, sin
un compromiso firme con la verdad y la transparencia, viviríamos en un mundo
caótico donde la confianza desaparecería.
Las instituciones
gubernamentales dependen de la honestidad para funcionar correctamente; el
comercio necesita de la integridad de los vendedores y compradores para
establecer transacciones justas; las relaciones personales dependen de la
verdad y la sinceridad para construir vínculos sólidos.
No obstante, sabemos
que el engaño existe en múltiples formas. Desde pequeñas mentiras cotidianas
hasta fraudes a gran escala, la deshonestidad se manifiesta en distintos
niveles. En ocasiones, incluso se premia o se justifica, lo cual socava el
valor esencial de la honestidad en nuestra sociedad.
Entonces, ¿cómo
podemos garantizar que la honestidad permanezca inalterable en nuestras vidas?
La respuesta está en el compromiso personal.
Cada persona debe
decidir si la honestidad será una base firme e inmutable en su vida o si
permitirá que se erosione por la conveniencia, el miedo o la presión social.
Este compromiso implica reconocer que, aunque puedan existir momentos
difíciles, mantener la sinceridad y la transparencia es fundamental para
nuestro propio bienestar y el de quienes nos rodean.
No se trata solo de
evitar las mentiras o los engaños evidentes, sino de asegurarnos de que nuestra
palabra y nuestras acciones sean siempre coherentes con nuestros principios. Se
trata de actuar con integridad en todos los aspectos de la vida, sin excusas ni
excepciones.
La honestidad, a
diferencia de las características físicas, no es un atributo que permanece
inalterable por naturaleza. Requiere esfuerzo, compromiso y convicción. Pero al
final, la recompensa de vivir con transparencia y rectitud es invaluable.
Una sociedad basada en
la honestidad es una sociedad en la que se puede confiar, en la que las
relaciones humanas son genuinas y en la que el respeto mutuo se fortalece.
Depende de cada individuo elegir si la honestidad será solo un principio
teórico o una realidad tangible en su vida.
La pregunta final no
es si te consideras honesto, sino si eres capaz de demostrarlo con hechos.
Mi muy amado hijo:
Sí, hijo mío, siempre
estoy. Siempre te escucho. Nunca estoy lejos, aunque mi forma de actuar sea
diferente a la que podrías esperar. No suelo intervenir directamente, porque ni
siquiera yo mismo voy a interferir en la programación de tu alma. Cada paso en
tu camino, cada decisión que tomas, forma parte de ese plan divino y perfecto
que tú mismo trazaste antes de llegar a la vida.
Por eso te digo: la
oración, el pedir y el agradecer son esenciales. Puede que te parezcan gestos
insignificantes, incluso una pérdida de tiempo, sabiendo que las situaciones
que llegan a tu vida están dictadas por ese plan superior. Pero hay una razón
más profunda detrás de estos actos.
Todo es energía, hijo
mío. Yo soy energía, y tú también lo eres. Sin embargo, hay grados: desde la
energía más sutil y pura que soy Yo, hasta las formas más densas, como las
cosas materiales, entre ellas tu cuerpo físico. La energía se rige por leyes
inquebrantables que han sido tejidas en el tejido del universo:
- La energía siempre
sigue al pensamiento. Allí donde coloques tu atención, hacia allí fluye tu
energía.
- Energías semejantes se atraen.
Aquello que emanas, inevitablemente regresa a ti.
Y ahora, reflexiona
conmigo: ¿qué ocurre cuando rezas, cuando suplicas, cuando agradeces? En ese
instante, diriges tu pensamiento hacia Mí, y con ello, tu energía se eleva y se
conecta conmigo. Durante esos preciosos momentos de oración, estamos en
comunión, unidos. Y dime, ¿qué podría ser más hermoso que sentirte uno con tu
Padre?
Además, esta conexión
te brinda algo invaluable: paz y serenidad. Esa calma que difícilmente logras
en el ajetreo cotidiano. Es en esa quietud donde encuentras claridad, donde te
abres a comprender tu Plan de Vida y el propósito detrás de cada situación que
atraviesas. Porque todo tiene un sentido, incluso lo que parece más
incomprensible.
Y como las energías
semejantes se atraen, al orar y agradecer, te colocas en una posición para
recibir más de lo mismo. Si generas paz, atraerás más paz; si irradias
gratitud, vendrá a ti más alegría, serenidad y comprensión. En este flujo,
empiezas a experimentar la abundancia del amor y la sabiduría divina.
Por eso, hijo mío, no
subestimes la fuerza de la oración ni del agradecimiento. Son herramientas que
no solo te unen a Mí, sino que también iluminan tu sendero, te fortalecen y te
recuerdan que nunca estás solo.
CARTAS A DIOS-Alfonso
Vallejo
“Cuando aprendan a ser felices en el
presente, habrán descubierto el verdadero sendero hacia Dios”, dijo el Maestro
a un grupo de discípulos.
“Son muy pocos, entonces, los hombres
que viven en el presente”, observó un discípulo.
“Ciertamente”, respondió Paramahansaji.
“La mayoría vive centrada en los pensamientos del pasado o del futuro”.
PARAMAHANSA
YOGANANDA
No importa que diga o haga, yo he de
ser bueno; como si el oro, la esmeralda o la púrpura dijeran siempre esto: “No
importa qué diga o haga, he de ser esmeralda y mantener mi color”.
MARCO
AURELIO
Querido Dios
Si todo lo que nos sucede a los seres humanos es el resultado del Plan individual que cada alma ha organizado de manera minuciosa, como herramientas para su propio crecimiento espiritual, una serie de preguntas surge inevitablemente en mi mente y en mi corazón: ¿Para qué rezar? ¿Para qué pedir? Incluso, ¿para qué agradecer si, al final, aquello que llamamos "bueno" o "malo" no es un mérito o una responsabilidad tuya, sino una consecuencia de nuestros propios designios y elecciones?
Se dice que cada
experiencia, por más insignificante o dolorosa que parezca, tiene un propósito
profundo en el viaje del alma. Cada dificultad, cada alegría, cada encuentro,
está tejido en nuestras vidas con el hilo de nuestras decisiones previas y
nuestras necesidades evolutivas. Pero entonces, si ya hemos establecido este
plan antes de descender a este mundo, ¿Cuál es el rol del rezo en nuestras
vidas? ¿Es el rezo simplemente un eco de nuestro anhelo, un espacio donde nos
reconectamos con la divinidad en nosotros mismos, más que un grito hacia el
cielo buscando intervención?
Me detengo a pensar en
el acto de pedir. ¿Pedir es acaso una expresión de humildad, un reconocimiento
de nuestra vulnerabilidad, aunque sepamos que el curso de los eventos está
decidido? ¿Es una forma de hablar contigo, incluso si la respuesta no reside en
un cambio externo sino en la transformación interna que ocurre al poner
nuestros deseos y miedos en palabras? Y si es así, ¿somos conscientes de que el
pedir no cambia el rumbo de los acontecimientos, sino que transforma el modo en
que los enfrentamos?
Y, sobre el
agradecer... Si las bendiciones que recibimos son, en realidad, los frutos de
lo que hemos sembrado en otros tiempos, ¿qué significa entonces darte las
gracias? Tal vez la gratitud hacia Ti no sea tanto por las cosas buenas que nos
suceden, sino por la creación misma, por esta gran estructura que nos permite
aprender y evolucionar. Tal vez el agradecimiento no es por el resultado de
nuestras elecciones, sino por la posibilidad de hacerlas, por el libre
albedrío, por la capacidad de experimentar el amor, el dolor, la duda, la fe.
Querido Dios, ¿eres
entonces un testigo silencioso de nuestro andar, una fuerza que todo lo
sostiene sin intervenir directamente? ¿O acaso tu intervención es sutil, oculta
en la sincronicidad de los momentos, en los gestos amables de los desconocidos,
en los pequeños milagros que a veces damos por sentado? Si todo está escrito y,
a la vez, todo es un campo de posibilidades, ¿en dónde termina el Plan y
comienza tu misterio?
Rezar, pedir,
agradecer... quizá no lo hacemos para cambiar lo externo, sino para
transformarnos internamente. Tal vez, en el acto de dirigirnos a ti,
encontramos un espejo que nos muestra quiénes somos y qué es lo que más
valoramos. Porque, al final, aunque nuestras almas tengan un plan, tú sigues
siendo el faro al que miramos en la tormenta, el refugio al que volvemos cuando
necesitamos recordar que, incluso en medio de la incertidumbre, nunca estamos
verdaderamente solos.
Gracias Señor, gracias
por escucharme, gracias por estar ahí.
CARTAS A
DIOS-Alfonso Vallejo
A un joven devoto que buscaba su
consejo, el Maestro le dijo:
“El mundo crea en ti malos hábitos,
pero el mundo no se responsabilizará de los errores que cometas a causa de
dichos hábitos. Así pues, ¿por qué otorgarle todo tu tiempo a ese falso amigo
que es el mundo? Reserva una hora al día dedicarla a una científica
investigación espiritual. ¿No merece acaso el Señor, quién te lo ha dado la
vida, tu familia, tu dinero, que le dediques una veinticuatroava parte de tu
tiempo?
PARAMAHANSA
YOGANANDA
PARA
LIMPIAR TODO LO QUE NECESITA SER LIMPIO
Yo
Soy dueño de mi propio mundo.
Yo
Soy la victoriosa Inteligencia que lo gobierna.
Yo
ordeno a esta Gran Radiante e Inteligente Energía de Dios que entre a Mi Mundo.
Le
ordeno que me traiga la Opulencia de Dios hecha visible a mis manos y para mi
uso.
Le
ordeno que cree toda la Perfección.
Yo
no Soy ya más el niño en Cristo, sino la Presencia Muestra que ha alcanzado su
plena estatura.
Yo
hablo y gobierno con autoridad.
SAINT
GERMAIN
Querido hijo:
Reconocer y aceptar
vuestra divinidad es una labor personal e íntima. Es un sendero solitario que
cada uno de vosotros debe recorrer. Sin embargo, no os he dejado desprovistos
de ayuda. Contáis con dos guías. Una de ellas reside en vuestro interior: es la
intuición, esa voz delicada que susurra en lo profundo de vuestra conciencia,
pero que a menudo pasa desapercibida debido al ruido constante que generan
vuestros propios pensamientos. La segunda guía proviene de fuera: son las enseñanzas
y los consejos ofrecidos por las religiones, todas las cuales, en su esencia,
buscan acercaros a Mí, aunque empleen caminos distintos.
Para llegar a todas
estas conclusiones, debéis utilizar vuestra mente. La mente es una herramienta
poderosa, pero también puede ser caprichosa. Si la dejáis actuar sin control,
puede conduciros por caminos oscuros y tortuosos. Dominarla es esencial, y
paradójicamente, el único instrumento capaz de someterla es la propia mente.
Sí, hijo mío, sé que parece un enigma, pero la fuerza de la mente bien dirigida
es también la clave para dominarla.
A menudo os preguntáis
por qué permito el sufrimiento y el dolor en vuestras vidas. Permíteme
explicarlo de forma sencilla. Yo soy responsable de la Creación; y como la
Creación es demasiado vasta para ser comprendida por vuestra mente, imagina una
tarta de cumpleaños. Si tomas una porción y la desmenuzas, descubrirás que cada
miga conserva el mismo sabor y esencia de la tarta original. Pues bien, si Yo
soy la tarta, cada una de esas migas es un alma, creada a Mi imagen y
semejanza. Mi papel como Creador termina allí, ya que cada alma tiene libre
albedrío desde el primer instante de su existencia.
El alma elige
encarnarse en un cuerpo físico, y también elige el aprendizaje que desea
alcanzar en esa vida. Vuestras victorias y derrotas son partes esenciales de
esa experiencia humana, todas ellas inscritas en un Gran Plan, diseñado
cuidadosamente para cada una de las almas que transitan por la materia. Este
Plan de Vida no es aleatorio; es vasto, intrincado y abarca tanto vuestro
pasado eterno como vuestro presente y futuro infinitos. Cada experiencia en
vuestra vida tiene un propósito; cada desafío, cada alegría y cada tristeza
forman parte de vuestro crecimiento espiritual.
Las emociones que
experimentáis -ya sean alegría, dolor o sufrimiento-no son más que la respuesta
de vuestra mente ante los acontecimientos. Comprendo, más de lo que imaginas,
el dolor que puedes sentir ante la enfermedad o pérdida de un ser querido. Pero
recuerda, esas experiencias no son castigos, sino oportunidades de aprendizaje,
crecimiento o, en ocasiones, para redimir deudas kármicas.
Es fundamental
trabajar los pensamientos y buscar la serenidad mental. Si aceptáis las
circunstancias con amor y fortaleza, en lugar de resistirlas con sufrimiento,
os liberaréis del peso emocional que os detiene y podréis entregar lo mejor de
vosotros mismos, tanto para vuestro bienestar como para el de quienes os
rodean.
La clave es el amor.
Aprende a amar como Yo os amo, y descubrirás el propósito más profundo de tu
existencia.
Con
todo mi amor.
CARTAS A DIOS-Alfonso Vallejo
Querido Dios
Estoy convencido de
que mientras una parte de la humanidad te venera y encuentra en Ti consuelo y
fortaleza, otra te ignora como si no existieras, y muchos otros, desesperados
por el sufrimiento que enfrentan, te critican y te culpan. No comprenden por
qué a ellos les ha tocado lidiar con las circunstancias más dolorosas de la
vida: enfermedades que minan el cuerpo y el espíritu, o la muerte desgarradora
de un ser querido. Tampoco es fácil entender la razón por la cual algunos deben
convivir con una soledad asfixiante o con la miseria más absoluta que roba la
dignidad.
Incluso, es posible
que entre aquellos que sufren se encuentren personas buenas y honestas,
personas que siguen fielmente las enseñanzas que, según se dice, los acercan a
Ti. Son almas llenas de fe que practican la caridad, que llevan una vida
íntegra y que se esfuerzan por hacer el bien. Sin embargo, parece que esto no
basta para evitar el sufrimiento. Te elevan oraciones desesperadas, te dedican
plegarias llenas de esperanza y realizan promesas a cambio de un poco de salud,
de consuelo o de justicia. Y cuando no ven respuesta, cuando el dolor persiste
y las lágrimas no cesan, muchos de ellos te responsabilizan de su sufrimiento.
Porque si Tú, como nos han enseñado, eres omnipotente y lo puedes todo, ¿Cómo
permites que ocurran tantas injusticias? ¿Cómo consientes, siendo tan poderoso,
que reine el dolor?
Entiendo, o al menos
quiero pensar, que el mundo en el que vivimos está afectado por la codicia, la
imperfección y el egoísmo humano. Estos factores hacen que la enfermedad, el
dolor y el sufrimiento sean parte de nuestra experiencia en este mundo
imperfecto. Pero esto no todos lo comprenden. No es fácil para alguien que ha
perdido todo, o que vive en un sufrimiento constante, encontrar razones o
explicaciones que justifiquen tanta injusticia.
A estas personas les
han enseñado que eres un Padre amoroso, un Dios que está en los cielos velando
por cada uno de nosotros con infinito amor. Nos han dicho que cuidaste de los
más desprotegidos y que extendiste tus manos hacia los necesitados. Pero si
realmente eres un Padre, ¿Qué clase de padre permite que sus hijos sufran
tanto? ¿Qué clase de amor es aquel que tolera el dolor, la tragedia y la
desesperanza?
Y no solo está el
dolor individual que cada persona lleva consigo, sino también el sufrimiento
colectivo que se abate sobre pueblos enteros. Permites que ocurran guerras
devastadoras, plagas que arrasan con la vida, terremotos que destruyen hogares
y ciudades, inundaciones que se llevan todo a su paso. ¿Por qué permites que el
mundo, tu creación, sea escenario de tanto sufrimiento?
Me atrevo a
reflexionar, querido Dios, no desde la irreverencia, sino desde la búsqueda
honesta de respuestas. Tal vez haya algo que nuestra limitada comprensión
humana no alcanza a ver. Tal vez el sufrimiento tenga un propósito más allá de
lo que alcanzamos a entender. Pero mientras tanto, aquí seguimos, con preguntas
que no siempre encuentran respuestas, con corazones que, a pesar de todo,
anhelan creer en Ti, en tu amor y en tu propósito para nuestras vidas.
Gracias Señor.
CARTAS A DIOS-Alfonso
Vallejo
“Jamás he podido creer en el cielo,
Maestro”, afirmó un nuevo estudiante: “¿Existe, en verdad, un lugar
semejante?”.
“Así es”, respondió Paramahansaji.
“Aquellos que aman a Dios y confían en Él, van allí cuando mueren. En dicho
plano astral, se posee el poder de materializar cualquier objeto
instantáneamente, con solo pensar en él. El cuerpo astral está compuesto de una
sutil luminosidad. En los reinos astrales existen colores y sonidos de los
cuales la tierra nada sabe. Se trata de un mundo hermoso y digno de
disfrutarse, pero ni aun la experiencia del cielo constituye el más alto
estado. El hombre alcanza la beatitud final una vez que deja atrás las esferas
de los fenómenos, y toma plena conciencia de Dios -y de sí mismo- como Espíritu
Absoluto”.
PARAMAHANSA
YOGANANDA
MARCO AURELIO
Tú, Señor, eres el Todo, y nosotros, los seres humanos, somos una parte de Ti.
Si
Tú no existieras, incluso si nos uniéramos, no seríamos capaces de formar el
Todo que Tú representas.
Sin embargo, si Tú no existieras, tampoco existirían
las partes; nosotros mismos no existiríamos.
Querido hijo:
Cuando digo “Yo Soy el
que Soy”, afirmo mi esencia eterna, ilimitada, y completa. No hay separación en
Mí, ni fragmentación. Soy la Fuente, la Unidad que sostiene todo lo que existe.
Al decir “Yo Soy Pepito”, tú también manifiestas una chispa de esa divinidad
que compartimos, pero tu experiencia humana, marcada por el tiempo y el
espacio, vela esa plenitud. Sin embargo, dentro de ti sigue viva esa conexión,
ese “Yo Soy” puro que no está limitado por tu percepción actual.
El ego, como bien
observas, es una herramienta útil en este plano de existencia. Pero recuerda,
el ego no es el enemigo; es un velo temporal que, una vez reconocido y
trascendido, te invita a mirar más allá, hacia la esencia. La paradoja que
mencionas es el misterio mismo de la existencia humana: aprender a usar tu
identidad sin perderte en ella, recordar siempre que eres mucho más que el rol
que desempeñas en esta vida.
Comprender los
misterios infinitos de la Verdad no está fuera de tu alcance. Aunque tus ojos
mortales ven sólo sombras y fragmentos, tu alma siempre sabe, siempre siente.
Permítete escuchar ese susurro interno, esa voz mía que habla en los momentos
de silencio y amor.
En cuanto a tu
preocupación por los líderes y el estado de la humanidad, entiende esto: cada
alma está en su camino, cumpliendo su propósito, aunque desde tu perspectiva
pueda parecer confusión o caos. No condenes, sino ora por ellos, porque la
compasión es el faro que ilumina la oscuridad. Cada acto de bondad, cada
pensamiento elevado, tiene el poder de transformar más allá de lo que alcanzas
a imaginar.
La guía que buscas no
está fuera de ti, pues Yo estoy contigo en todo momento. Tú eres ese faro que
ansías; es en tu interior donde brilla la luz que puede inspirar a otros a
recordar su verdadera naturaleza. No te desanimes ante la aparente oscuridad.
Incluso la noche más profunda no puede extinguir la pequeña llama de una vela.
Confía, amado mío, en
que todo es parte del gran plan. Siembra amor, perdón y unidad, y observa cómo
las ondas de tus acciones, aunque invisibles a veces, alcanzan las orillas más
lejanas.
Con todo mi amor
eterno,
Yo Soy el que
Soy.
CARTAS A
DIOS-Alfonso Vallejo
Al igual que los médicos siempre tienen
a mano sus instrumentos y sus bisturíes para hacer frente a los tratamientos
imprevistos, ten tú también tus doctrinas preparadas para el conocimiento de lo
divino y de lo humano, y actúa en todo, incluso en las cosas más
insignificantes, con la idea de que ambos están unidos entre sí: nunca obrarás
bien en lo humano a no ser que lo vincules con lo divino, y viceversa.
MARCO
AURELIO
Querido Dios
¿Qué diferencia hay
cuando Tú te defines como “Yo Soy el que Soy”, y nosotros, los humanos, nos
definimos como “Yo Soy Pepito”? Ambas afirmaciones parecen similares en su
estructura, pero imagino que la diferencia radica en la esencia, el contexto y,
sobre todo, en la trascendencia del Ser. Mientras que Tú representas el
absoluto, la fuente inmutable de todo lo que existe, nosotros, los humanos,
somos reflejos fragmentados de esa divinidad, envueltos en una experiencia
terrenal que nos limita y condiciona.
También comprendo
cuando dices que el ego puede ser un espejismo que nos aleja de nuestra esencia
divina, haciéndonos creer que somos entidades aisladas. Es cierto que el ego
forma parte de nuestra existencia terrenal; es una herramienta necesaria para
desenvolvernos en el mundo material, pero, al mismo tiempo, puede ser un velo
que oculta nuestra conexión con lo sagrado y con el todo. Es paradójico cómo
algo que nos da identidad puede alejarnos de nuestra verdadera naturaleza
Sé que nuestras mentes
humanas no están preparadas para comprender plenamente los misterios de la
Verdad. Incluso cuando logramos destellos efímeros de esa comprensión, siento
que nos falta una capacidad más profunda, un entendimiento adaptado para
abrazar lo infinito. He llegado a esta conclusión observando el comportamiento
de mis semejantes, combinándolo con mi propia evolución, percepción y
reflexión. A veces parece que, como humanidad, avanzamos a ciegas, atrapados en
nuestras limitaciones y resistencias.
Lo que realmente me
entristece, Señor, es observar cómo no solo las personas menos conscientes de
su divinidad viven en la ignorancia de su hermandad con los demás, sino que,
peor aún, muchos de los líderes que deberían guiar desde la sabiduría y la
compasión actúan como adalides de la discriminación, la intolerancia, la
violencia, el supremacismo y la guerra. Estos líderes, a los que atribuimos un
mayor nivel intelectual o preparación, son, paradójicamente, los que más
contribuyen a la segregación y al sufrimiento.
Parece, Señor, que
hemos caído en una dinámica de involución como humanidad. Aquellos que han
alcanzado un nivel mayor de comprensión y empatía parecen condenados a actuar
desde el anonimato, ayudando en silencio y pasando desapercibidos entre una
sociedad que, día a día, parece volverse más cruel. Esta realidad me causa una
tristeza profunda, una sensación de pérdida en el camino hacia la armonía y el
entendimiento.
¿Qué opinas Tú de todo
esto, Señor? ¿Cómo podemos superar esta oscuridad y recuperar la luz de la
comprensión y la unidad? Sé que la respuesta yace en nosotros mismos, pero a
veces siento que necesitamos un faro, una guía que nos recuerde quiénes somos
realmente.
Gracias por escucharme
siempre.
Con amor y esperanza.
CARTAS A DIOS-Alfonso Vallejo