Cuando una persona
supera la altura media, se dice de ella que es alta, y seguirá siéndolo en
cualquier circunstancia. Lo mismo sucede con quien tiene el cabello negro,
rubio, los ojos verdes o azules. Estas características físicas permanecen
inalterables, independientemente del lugar donde se encuentre o de las personas
que la rodean.
No hay discusión
posible en cuanto a que los aspectos físicos de una persona no cambian por sí
solos de un momento a otro, bajo ninguna circunstancia. Podemos afirmar con certeza
que, si alguien es alto, continuará siéndolo; si alguien tiene los ojos azules,
no los perderá repentinamente. Estas características son objetivas, observables
y constantes.
Sin embargo, cuando
nos adentramos en los atributos morales, ¿se aplican las mismas reglas?
¿Permanecen inalterables como las características físicas, o están sujetas a
cambios según el entorno, las circunstancias o las decisiones
individuales?
Quiero centrarme en un
atributo moral en particular: la honestidad. Este valor fundamental implica
actuar con sinceridad, decir la verdad, respetar a los demás y a uno mismo. Sin
embargo, la honestidad no parece mantenerse inalterable en un porcentaje
significativo de personas, a diferencia de las características físicas.
Una persona
verdaderamente honesta habla y actúa siempre de acuerdo con sus ideales y
creencias, sin importar la situación en la que se encuentre o las consecuencias
que puedan derivarse de su comportamiento. Sin embargo, la realidad nos muestra
que muchas personas pueden ser honestas en ciertos momentos y menos honestas en
otros.
Si se le pregunta a
cualquier individuo si se considera honesto, seguramente responderá
afirmativamente, convencido de que dice la verdad, actúa con transparencia y no
engaña a los demás. Pero si se profundiza en su comportamiento en distintas
circunstancias de la vida, podríamos encontrar contradicciones en su
respuesta.
¿Siempre eres honesto
con tu pareja y tus hijos? ¿Nunca ocultas información o cuentas medias verdades
para evitar conflictos o preocupaciones?
¿Rindes al cien por
ciento en tu trabajo, sin intentar engañar a tu empleador, sin exagerar
resultados, sin hacer menos de lo que podrías hacer?
¿Declaras exactamente
lo que corresponde a la hacienda pública, sin omitir ingresos, sin buscar
lagunas legales para reducir impuestos de manera indebida?
¿Cumples todas las
normas y ordenanzas sin buscar maneras de esquivarlas? ¿Respetas las reglas de
tránsito, aunque nadie te esté observando?
Es común que las
personas busquen justificar ciertos actos que no son completamente honestos.
Una de las frases más repetidas es: “Quien roba a un ladrón tiene cien años de
perdón”. Esto refleja la idea de que el engaño o la deshonestidad pueden
justificarse si la otra parte ha actuado mal primero. Sin embargo, esta lógica
no es válida. La honestidad no depende de cómo actúen los demás, sino de
nuestra propia integridad.
Ser honesto no
significa actuar con rectitud solo cuando el entorno es favorable o cuando
quienes nos rodean también lo son. La honestidad debe prevalecer sin importar
ante quién nos encontramos: el rico y el pobre, el ladrón, el corrupto y el más
honrado de los seres.
La honestidad
verdadera es aquella que no cambia según la conveniencia o el contexto. Es un
principio arraigado en la ética personal y no debe ser flexible o adaptable
según las circunstancias.
Si analizamos la
sociedad en su conjunto, veremos que la honestidad es un valor esencial para la
convivencia. Sin ella, el sistema en el que operamos se desmoronaría. Si cada
persona actuara bajo el principio de “lo que me conviene en este momento”, sin
un compromiso firme con la verdad y la transparencia, viviríamos en un mundo
caótico donde la confianza desaparecería.
Las instituciones
gubernamentales dependen de la honestidad para funcionar correctamente; el
comercio necesita de la integridad de los vendedores y compradores para
establecer transacciones justas; las relaciones personales dependen de la
verdad y la sinceridad para construir vínculos sólidos.
No obstante, sabemos
que el engaño existe en múltiples formas. Desde pequeñas mentiras cotidianas
hasta fraudes a gran escala, la deshonestidad se manifiesta en distintos
niveles. En ocasiones, incluso se premia o se justifica, lo cual socava el
valor esencial de la honestidad en nuestra sociedad.
Entonces, ¿cómo
podemos garantizar que la honestidad permanezca inalterable en nuestras vidas?
La respuesta está en el compromiso personal.
Cada persona debe
decidir si la honestidad será una base firme e inmutable en su vida o si
permitirá que se erosione por la conveniencia, el miedo o la presión social.
Este compromiso implica reconocer que, aunque puedan existir momentos
difíciles, mantener la sinceridad y la transparencia es fundamental para
nuestro propio bienestar y el de quienes nos rodean.
No se trata solo de
evitar las mentiras o los engaños evidentes, sino de asegurarnos de que nuestra
palabra y nuestras acciones sean siempre coherentes con nuestros principios. Se
trata de actuar con integridad en todos los aspectos de la vida, sin excusas ni
excepciones.
La honestidad, a
diferencia de las características físicas, no es un atributo que permanece
inalterable por naturaleza. Requiere esfuerzo, compromiso y convicción. Pero al
final, la recompensa de vivir con transparencia y rectitud es invaluable.
Una sociedad basada en
la honestidad es una sociedad en la que se puede confiar, en la que las
relaciones humanas son genuinas y en la que el respeto mutuo se fortalece.
Depende de cada individuo elegir si la honestidad será solo un principio
teórico o una realidad tangible en su vida.
La pregunta final no
es si te consideras honesto, sino si eres capaz de demostrarlo con hechos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario