Capítulo III, parte 1 de la novela "Ocurrió en Lima"
Estaba
finalizando el mes de agosto con más pena que gloria. No había vuelto a salir
el sol, lo cual es normal, porque en el hemisferio sur, agosto es el mes más
frío del invierno. No me había contactado ninguna de las empresas en las que
había entregado mi curriculum. En mis salidas, escasas, todo hay que decirlo,
no me había vuelto a encontrar con Ángel.
El
trabajo de aceptación de las situaciones que se iban presentando en mi vida y
la atención a mis pensamientos, para desarrollar el amor hacia mí, es posible
que avanzara demasiado despacio para mi gusto. Ni tan siquiera sabía si estaba
obteniendo resultados positivos. Hay que tener en cuenta que vivía solo y que
me relacionaba poco, por lo que era difícil encontrar diferencias con alguna
situación anterior.
Pero yo
seguía intentándolo.
Ya no
me comparaba con nadie y eso hacía que me sintiera más tranquilo, menos
agresivo con la vida y conmigo mismo. No sé cuánto podía haber avanzado en el
auto amor y, tampoco creo que nadie pudiera hacer una medición. Que yo sepa no
existe un medidor de amor. Tendría que ser yo mismo el que calibrara la
cantidad de amor que había en mí o estaba logrando desarrollar.
Pero sí
tenía claro que planteaba mi futuro con algo más de tranquilidad, sin
infravalorarme y, sobre todo, sin ansiedad. Cada vez se presentaba con más
frecuencia el pensamiento de intentar ser mi propio jefe, trabajando desde casa
en la reparación de computadoras y en el diseño de programas y páginas web. Yo
iba dejando que ese pensamiento se pasease por el cerebro, sin intervenir, como
esperando que tomase fuerza o que algo en mi interior saltara de júbilo y
gritara: “¡Sí, ese es tu futuro!”.
Lo que no había hecho era
sentarme a meditar. Supongo que, en realidad, tenía miedo de volver a
encontrarme con Dios. No por el hecho de que fuera Él, sino porque tendría que
replantearme la creencia, que yo tenía sobre Dios, de que nunca parece que haga
o resuelva nada.
Sin embargo, ahora lo debía de
estar pensando con una sola neurona, porque era un pensamiento con muy poca
fuerza, ya que yo mismo después de la conversación con Ángel en la que me
explicó que Dios, sencillamente, Es, y que, no solo, es el Creador, sino que
mantiene todo lo creado, me sentía más tolerante sobre la idea de Dios. Ya que,
si todos vivimos en Él, parece que su trabajo ya no es tan inútil.
Unir este pensamiento con la
sensación de “complitud”, que sentí paseando el último día que me encontré con
Ángel, generaba en mí interior una sensación de serenidad que no me abandonaba
desde entonces. Todo esto unido, hacía que me sintiera diferente, más
tranquilo, más en paz, menos aburrido de la vida. ¡Faltaba ver cuánto iba a
durar ese estado!
Estaba planchando, paseando por
estos pensamientos, cuando comenzó a sonar el celular. Miré la pantalla y no
apareció ningún nombre. Era un número que no figuraba en mi lista de contactos.
-
Hola –contesté, esperando que al otro
lado surgiera alguna voz tratando de venderme cualquier tontería.
-
Hola, ¿eres Antay? –preguntó una voz de
mujer.
-
Sí. ¿con quién hablo? –si se hubiera
presentado me habría ahorrado la pregunta.
-
Si, disculpa. Mi nombre es Indhira. Soy
masajista y terapeuta y, un paciente mío, un señor mayor que se llama Ángel, me
dio tu número, porque tengo un problema en la computadora y él me dijo que te
llamara que eres un experto en computadoras, - ¡vaya!, pensé, parece que el
encuentro con Ángel ha servido para algo tangible.
-
Perdona, conozco a Ángel, pero no soy
consciente de haberle dado mi número –y era verdad.
-
Sí, es cierto, tuvo que buscarlo en las
redes. Y lo hizo delante de mí. Bueno, la pregunta es si podrías pasar por mi
domicilio para mirar mi computadora y, también, cuanto me costaría la visita.
-
A lo mejor esta era la respuesta al
pensamiento de ser mi propio jefe que se paseaba por mi cerebro, desde hacía
días, pero necesitaba saber dónde vivía- ¿Cuál es tu dirección?
-
Estoy en Miraflores en la cuadra once
de Pardo –contestó.
-
¿Qué te parece ciento cincuenta soles
por la visita? y darte un diagnóstico o repararla, si se puede, en el momento
–Supongo que no sería un precio excesivo.
-
Me parece perfecto. ¿Cuándo puedes
pasarte?, si fuera esta tarde a primera hora sería genial.
-
¿A las tres?, -tenía todo el tiempo del
mundo, por lo que fue muy fácil satisfacer a mi interlocutora.
-
Es una buena hora. Pero se puntual,
porque a las 4 tengo un paciente –claro, ella no sabía que yo era el paradigma
de la puntualidad. Ya sé que soy un peruano atípico, pero…
-
Siempre soy puntual. Pásame la
dirección completa por WhatsApp. Nos vemos a las tres.
-
Gracias, hasta la tarde.
Desconectamos la llamada y el primer pensamiento que llegó a
mi mente fue:
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