Como no sabía muy bien por donde comenzar. Para
aprender a amarme, decidí hacerlo en las partes visibles de mi anatomía, es
decir, en mi aspecto físico.
Y
cambié el modelo. Me comencé a comparar con quien era más bajo, menos atractivo
y menos inteligente que yo. El resultado fue espectacular.
Comencé a sentirme orgulloso de mi aspecto. Teniendo en cuenta que había nacido
en Cusco y, seguro que por mis venas corre sangre inca, medir un metro setenta
y dos centímetros parece una altura más que considerable. Lo que se espera de
un descendiente de los incas es que sea moreno de ojos oscuros, y hubiera
podido explicar muy mal mi ascendencia de haber salido blanquito, de cabello
rubio y con ojos azules. Más que descendiente de los incas hubiera parecido
descendiente de los vikingos. Si estaba orgulloso de mis padres, también, tenía
que estarlo de los genes que hicieron que fuera tal como soy. En ese momento
pensé en algo que había dicho Dios, y era que yo había hecho una primera
elección antes de venir a la vida. Por lo tanto, si yo era moreno y con ojos
negros debía de haberlo elegido. Me sigue pareciendo una tontería, pero…
En cuanto a la inteligencia, estaba
claro que nunca iba a ganar un Nobel, en ninguna especialidad, pero cuando me
sentaba delante de una computadora esta no tenía ningún secreto para mí, ni en
cuanto al software, ni en lo que respecta al hardware. ¿Para qué necesitaba
más? era suficiente.
Fui consciente de que compararme con
los demás siempre hacía que me sintiera frustrado, triste, infeliz y, además, generaba
en mí un sentimiento de envidia que no podía ser bueno para mi estabilidad
emocional.
Un nuevo pensamiento comenzó a hacerse
un lugar en mi mente, comenzando con una pregunta: “¿Si tanto me gusta
compararme, por qué no lo hago conmigo mismo?, ¿por qué no retarme a ser mejor
cada día?, ¿por qué no trato de vencer mis propios miedos, que es algo
consustancial conmigo?
Este sería un nuevo trabajo, además de
aceptar la vida, y vivir con atención, ahora, tenía que observarme para
comprobar de donde procedían mis miedos para erradicarlos. ¡Tremendo trabajo!
Sin embargo, mis pensamientos antiguos
trataban de engañarme y llevarme a su terreno con demasiada frecuencia. Sin ser
consciente de cómo llegaban esos pensamientos, estos se encargaban de ir
disparando dardos venenosos que iban dejando su poso: “Lo único que estás
intentando es engañarte a ti mismo para estar bien, pero esa no es la realidad.
La realidad es que te gustaría ser rubio, con ojos azules y eres moreno con
ojos negros”. Recordé entonces que este pensamiento era exactamente igual al
pensamiento sobre el dinero muy arraigado en mí: “El dicho de que el dinero no
da la felicidad es solo un slogan para que los pobres se conformen con su mala
suerte”.
De nuevo recordé las palabras de Ángel:
“Como decía Buda: Somos lo que pensamos. Es decir, que si piensas en el miedo
tendrás miedo y si piensas en la felicidad serás feliz”.
Ahora no solo lo entendía, sino que lo
estaba comprobando en mí mismo. Mi propio pensamiento me
estaba boicoteando, trataba de desequilibrarme y, bastantes veces, lo
conseguía. Debía permanecer muy atento y, una vez consciente del
pensamiento, poner la voluntad para cambiarlo. ¡Era un ingente trabajo!, porque
cuando menos lo esperaba ya estaba el pensamiento diciéndome muy bajito al
oído: “Ese que acaba de pasar es más alto que tú. La verdad es que no eres tan
alto”. Y cuando pasaba uno más bajito, se callaba, el muy…, a pesar de que
pasaban un buen número de personas más bajas que yo.
Me
preguntaba ¿por qué sería el pensamiento tan malvado?, ¿por qué solo llegaban
esos pensamientos malignos y no aparecía ningún pensamiento contrario, algo más
benévolo, sobre algo que me hiciera sentir bien?, ¿de dónde procedían? Si es
Dios quien habita en nuestro interior y no el demonio, todos los pensamientos
deberían ser positivos, creados por Él y, sin embargo, todos son negativos, como
si fuera el mismo Lucifer quien ocupara nuestro corazón.
Hasta
el momento no había sido consciente de lo perverso del pensamiento porque mi
actitud, cuando aparecía, era seguirle la corriente, darle conversación, seguir
sus normas y, así, parecía que nos llevábamos bien. Solo discutíamos de alguna
nimiedad, porque en las cuestiones importantes él guiaba y organizaba mi vida.
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