Capítulo II, parte 5, de la novela "Ocurrió en Lima"
Hoy ha amanecido un día
soleado. Es sorprendente, casi milagroso, porque no es normal que en agosto
luzca el sol en Lima y, menos, a primera hora de la mañana. La característica
principal del otoño, del invierno y parte de la primavera en Lima es la
humedad, la neblina, la garúa matinal y los vientos fríos.
Un día soleado hay que aprovecharlo
y, por eso, he decidido tomarme un día de descanso en mi trabajo de buscar
trabajo. Así que, una vez finalizada la rutina diaria de la casa, lavar los
platos del desayuno y poner la lavadora, decidí salir a la calle para
aprovechar un día tan magnífico y darme un baño de sol.
El sol calentaba. Era un placer
sentirlo en la cara.
No estaba seguro, al salir de
casa, de si hacer un paseo largo o recortar el paseo habitual ya que debido a
que la temperatura era muy agradable inicie mi recorrido a ritmo lento, tan
lento que me parecía estar desfilando en una procesión y, a ese paso, el paseo
de siempre podía durar cuatro horas.
Mi pensamiento, que no deja
pasar ni una oportunidad para mortificarme, trajo a mi cerebro las procesiones
a las que me llevaban mis padres, en Cusco, cuando era niño. Y digo para
mortificarme porque era capaz de unir en un solo pensamiento o en dos
pensamientos consecutivos, mi indiferencia hacia Dios con los momentos, tan
agradables y tan llenos de amor, vividos con mis padres. ¡Es curioso!, después
de años de no pensar en Dios, ni una sola vez, ahora estaba llegando a mi pensamiento
con demasiada frecuencia.
El Lunes Santo era el día más significativo,
para nuestra familia, porque procesionaba el Taytacha de los Temblores.
(Taytacha es el nombre en quechua con que se nombra a Dios, a los santos,
sacerdotes, abuelos y padres). Mi madre era una ferviente devota del Señor de
los Temblores. Es una imagen, sin ningún valor artístico, de un Cristo Negro
crucificado, que ocupaba un espacio poco llamativo en la Catedral de Cusco y se
le conocía como el Señor de la Buena Muerte. Pero el último día de marzo de 1650
todo cambió para el Señor de la Buena Muerte. Ese día, tras un fuerte terremoto
que acabó con la vida de más de cinco mil personas, los fieles cusqueños
sacaron en procesión a este Cristo y, según cuenta la historia, en ese momento
pararon las réplicas o temblores. Así, el Señor de la Buena Muerte fue
bautizado con su nuevo nombre, el Taytacha de los Temblores.
Caminaba, lentamente, por la
berma central de la Avenida Pardo, recordando aquellos días de mi infancia en
la Plaza de Armas de Cusco y hasta me permití hacerle una petición al Taytacha,
supongo que en recuerdo de mi madre, que nunca hablaba directamente a Dios,
sino a través del Cristo. Le pedí fuerza para llevar a buen término la tarea,
en la que me había embarcado, de dominar el pensamiento y, de paso, ya que Él
estaba rondando en mi pensamiento, que me permitiera llegar a la empresa idónea
para conseguir un nuevo puesto de trabajo y, puestos a pedir, ¿por qué no
aparecía alguna mujer con la que poder formar una familia? Por pedir que no
quede.
Iba absorto en mis
pensamientos. Pensamientos que me atrevería a calificar como conscientes ya
que, por voluntad propia, iba pasando del Lunes Santo al Corpus Christi,
pasando del Taytacha, que procesionaba el lunes, a las quince imágenes de
santos y vírgenes, que procesionaban el día del Corpus, procedentes de las
distintas parroquias cusqueñas para saludar, en la Catedral, al Cuerpo de
Cristo, cuando me sentí, sorprendentemente, bien. Por un momento tuve la
sensación de encontrarme en una especie de pasadizo luminoso, que conectaba la
parte del paseo por la que llegaba con la parte del paseo que me esperaba con
el siguiente paso.
En realidad, no era ningún
pasadizo. Solo es una forma de llamarlo. Porque el paseo no había cambiado, ni
de forma, ni de luminosidad, ni de temperatura, no, era el mismo. La diferencia
consistía en mi percepción. Me sentía como expandido, como más grande, unido
con todo lo que estaba a mi alrededor. Es como si yo mismo formara parte del
árbol, del banco, de la persona que paseaba un perrito delante de mí, incluso
era como si formara parte del perrito y, hasta de los coches que pasaban
tocando el claxon, como siempre. Yo era uno con todo o ¿todo era uno conmigo?
En ese instante recordé la
frase de Ángel: “todo está bien”, y yo sabía que todo estaba bien. Estaba bien
el paseo, los recuerdos de la niñez, estar desocupado, vivir solo, todo era tal
cual debía ser. Estaba completo, no me faltaba ni me sobraba nada, ni altura,
ni kilos, ni dinero, ni inteligencia. Todo estaba en el lugar y en la forma
correcta, pero no es porque lo pensara, es porque lo sabía, como supe, también,
en ese instante que todo es así porque tiene un propósito.
Por lo tanto, si todo tiene un
propósito, ¿por qué preocuparse?, ¿por qué sufrir?, ¿por qué desear? En el
estado en que me encontraba, que incluso me atreví a llamarlo como de
“complitud” sabía que todo estaba en el lugar correcto, yo incluido.
No sé cuánto tiempo permanecí
en ese estado, podía haber durado un segundo o varios minutos, no sé. Me sacó
de él una pelota que pegó en mis piernas y los gritos de unos niños que me
pedían que les devolviera la pelota, aunque, cada uno la pedía para sí. Al
final, lancé la pelota a la nada para que todos corrieran y la agarrara el más
rápido.
Pasé a un punto de reflexión
después del estado de complitud. Pensaba que había sido un estado muy agradable
pero no tenía la menor idea de cómo llegar a él. ¿Tendría que pensar en el
Taytacha?, ya que fue pensando en Él como llegué a mi pasadizo particular.
En la página NOVELA "Ocurrió en Lima", puedes leer el capitulo I y II completos.
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