El viaje del alma

El alma no tiene raza, no tiene religión, solo conoce el Amor y la Compasión.
Todos somos seres divinos, hace miles de años que lo sabemos, pero nos hemos olvidado y,
para volver a casa tenemos que recordar el camino. BRIAN WEISS




viernes, 19 de agosto de 2022

Indhira

 


Capítulo III, (parte 2), de la novela "Ocurrió en Lima"

Desconectamos la llamada y el primer pensamiento que llegó a mi mente fue:

 “Esto tiene que ser la respuesta al pensamiento de trabajar por mi cuenta, porque no le encuentro otra explicación. Que un señor, al que he visto en dos ocasiones, se haga un masaje con una persona que tiene la computadora estropeada y se acuerde de mí, no puede ser algo casual. Además, tal como dijo Ángel, el primer día que nos encontramos, la casualidad no existe, todo tiene una razón”.

Siguiendo la conversación con mi pensamiento, nos hizo gracia a ambos, (al pensamiento y a mí), de que Ángel era como Google para estos temas esotéricos: “Ángel dice, Ángel piensa, Ángel opina”. No tenía la necesidad de consultar en Google, con recordar lo que había dicho Ángel, sobre el tema en cuestión, era suficiente.

A las tres en punto estaba tocando el timbre de la casa de Indhira, después de pasar el filtro de los guardias de seguridad del edificio y de haber confirmado ella que esperaba mi visita.

Cuando la puerta se abrió apareció ante mí una mujer joven, que debería rondar la treintena, morena, con el cabello recogido en una cola, ojos oscuros que hablaban sin palabras, solo por la luz que desprendían, iluminando un rostro expresivo y sereno, con una nariz griega, ni grande ni pequeña y unos labios gruesos y carnosos que sonreían al unísono con sus ojos. Podría decir que tenía una cara simpática y agradable, que era bonita, sin llegarme a parecer de una belleza extraordinaria.

El tiempo pareció detenerse durante unos segundos y, en ese corto espacio de tiempo, todo dejó de existir a mí alrededor. Fue como si me sumergiera en ella y, por alguna extraña razón, me pareció conocerla desde siempre.

-    Hola Antay, soy Indhira, un placer conocerte –dijo tendiendo su mano.

Y ahí estaba yo, delante de ella, con cara de tonto integral, extendiendo mi mano para tomar la suya, sin saber que decir porque me había parecido perder hasta el habla.

-    Ella me miraba, sonriente y expectante, esperando alguna reacción por mi parte, hasta que pude decir, no sin esfuerzo- Hola.

Un millón de pensamientos se pasearon por mi cerebro: “Pero ¿qué es lo que me pasa?, yo que no había hecho caso a otras mujeres más hermosas que Indhira, que andaban detrás de mí, estaba ahora en un estado emocional deplorable con la sola visión de su rostro. Yo, el hombre que tenía por bandera que el amor era una tontería, me había quedado sin palabras en presencia de una mujer. No me había pasado nunca. ¿Me estaré haciendo mayor?”

Mientras caminaba tras ella hacia la sala, donde se encontraba la computadora, tome una respiración profunda, para recuperar mi centro, y al llegar donde se encontraba la computadora ya me había recuperado en un porcentaje importante.

-    Por fin pude hilar una frase corta, pero completa- ¿Cuál es el problema?

Me informó del problema y que este había comenzado a manifestarse ayer, justo con la visita de Ángel, y que seguía con el problema ya que la había vuelto a probar antes de que yo llegara y seguía fallando.

Encendí la computadora y como tenía una clave de acceso le indiqué que la introdujera. Lo hizo y la computadora, ¡oh milagro!, funcionaba a la perfección sin manifestar la falla de la que Indhira me había hablado.

-    Te prometo que ha estado fallando hasta este preciso momento –trataba de justificarse Indhira.

-    No sufras. Estas cosas pasan. Esperaremos un rato a ver si se calienta y la encendemos y apagamos unas cuantas veces para asegurarnos de que no falla –le dije para tranquilizarla.

-    ¿Te apetece un té mientras esperamos? -me ofreció, un poco más tranquila.

-    Si, gracias.

Se fue a preparar el té mientras yo me quedé solo con la máquina. La sala debía ser su cuarto de trabajo. Tendría unos veinte metros cuadrados. Había en ella una mesa donde se encontraba la computadora, una bandeja con hojas en blanco, un portalápices con bolígrafos de casi todos los colores, dos agendas, una que se veía muy usada, que pensé sería la de las visitas y otra, más nueva, que supuse sería donde ella anotaba sus cosas. Descansaban, también, en la mesa, una lampara, la imagen de un Buda pequeño, un reloj digital y una figurita de la Virgen María.

A la derecha de la mesa, tocando a una ventana que daba a la zona interior del edificio, había una estantería de metro y medio de ancho y que llegaba casi hasta el techo en el que se encontraban una buena cantidad de libros. Todos con títulos raros, sobre energía, sanación, religión, vidas pasadas y, algunos temas más, todos muy en la línea de lo que habla Ángel. No se veía ningún best-seller del momento o novelas, más o menos famosas. En la estantería central había una impresora. Un sillón detrás de la mesa y dos sillas delante, que serían para las visitas y, al otro lado de la sala una camilla, también, con una silla en un costado, a la cabecera de la camilla.

-    ¿Quieres azúcar? –preguntó entrando en la sala con una bandeja en la que descansaban dos tazas, un azucarero, un plato con galletas y un paquete de servilletas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario