Capítulo III, parte 3. "Ocurrió en Lima"
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¿Quieres azúcar? –preguntó entrando en
la sala con una bandeja en la que descansaban dos tazas, un azucarero, un plato
con galletas y un paquete de servilletas.
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No, gracias. Lo tomo sin azúcar. Es que
soy muy goloso y tengo tendencia a que todo el dulce se me vaya a la barriga,
así que paso del dulce cuando soy consciente –no sé por qué le explicaba mi
vida.
Mi
pensamiento que no pierde ni una sola oportunidad para mortificarme encontró,
de inmediato, la explicación a mi verborrea: “Es que te gusta y estás nervioso
y hablando se te pasan los nervios”. Teniendo amigos como mi pensamiento,
¿quién necesita enemigos?, y, también, de inmediato, respondí al pensamiento:
“No estoy para nada nervioso. Sí que me impresionó cuando abrió la puerta y, no
sé la razón, porque si es bonita pero no es de una belleza que quite la
respiración”.
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Haces bien en reprimirte de tomar
azúcar, no es buena para el organismo –y prosiguió- pero puedes comer galletas,
no tienen azúcar, son integrales.
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Gracias –contesté.
Era
curioso. A pesar de lo que opinaba mi pensamiento no sabía que más decir. A
ella supongo que le debía de ocurrir algo parecido, porque durante unos
segundos, que a mí me parecieron siglos, permanecimos en silencio.
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Por fin ella rompió el silencio- Y ¿de
qué conoces a Ángel? –preguntó.
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Pues, aunque parezca raro, no le
conozco. Bueno si, nos hemos encontrado dos veces este mes por la calle. La
primera me pidió ayuda porque se ahogaba y la segunda fue, unos días después,
aquí en Pardo. En las dos ocasiones estuvimos conversando más de dos horas. Tengo
que reconocer que fueron conversaciones un poco extrañas, ya que hablaba de
emociones y sentimientos que nunca habían sido temas de mis conversaciones. En
realidad, de él no se casi nada. Supongo que él sabe mucho más de mí, y no
porque yo le haya contado. Es que me da la impresión, te voy a decir algo que
parece tonto, que lee mi pensamiento. Y las dos veces que nos encontramos, en
su despedida, pasaron cosas extrañas, aunque, no sé si será mi imaginación.
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¿Qué pasó? –se interesó Indhira.
Le
conté como fueron mis dos encuentros con Ángel y su misteriosa desaparición en
las dos ocasiones y, sobre todo, que tanto mi vecino como el camarero parecían
no haberle visto, a pesar de que el mismo Ángel quisiera hacerme creer que
había estado en el baño del puesto de bebidas que, por cierto, no sé si hay
baño. Tendré que comprobarlo.
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Si, parece un hombre especial
–corroboró ella y prosiguió- pero es un hombre encantador. Y te puedo asegurar
que es de carne y hueso porque le hice un masaje, aunque, bien es cierto, que
no lo necesitaba. No tenía ni una mínima contractura.
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Sí que es encantador. Y tú,
exactamente, ¿qué haces? –de algo tenía que hablar.
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Hago masajes, terapias de sanación y
regresiones –y aclaró- aunque, con lo que más cómoda me siento es en la
sanación. Sin embargo, vivo gracias a los masajes. Porque por cada persona que
viene a hacer terapia de sanación hay ocho que vienen a hacerse un masaje.
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Si les pasa lo que a mí, lo entiendo.
Porque sé lo que es un masaje, pero lo otro, para mí, es del todo desconocido.
Lo poquísimo que sé de estos temas…, que no sé muy bien si llamarlos
¿esotéricos?, es por lo que me ha hablado Ángel en los dos encuentros que
tuvimos. Supongo que tú conectarías con él a la perfección.
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Si –contestó- realmente sí.
Y así
seguimos nuestra conversación, mientras tomábamos el té y las galletitas, que
estaban deliciosas a pesar de no contener azúcar, e íbamos probando si la
computadora seguía funcionando bien o volvía a las andadas.
Indhira
me habló de la sanación y, como me ocurría con Ángel, la escuchaba sintiendo
que sus palabras activaban algo en mi interior que no era del todo desconocido.
Ángel empezó diciendo que el amor no era un sentimiento, sino que era una
energía, para concluir en que todo es energía. Y, ahora, Indhira me explicaba
que la enfermedad son bloqueos energéticos y que eliminando esos bloqueos, que
solo son energía enferma y contaminada, se consigue la sanación de la persona,
siempre que no haya hecho mella en el cuerpo físico. Lo que sí me sorprendió es
que dijera que todos los seres humanos podemos intervenir en la sanación de
cualquier otra persona.
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¿Quieres decir que yo, que desconozco
estos temas, también podría hacer sanación? –estaba, realmente, sorprendido de
sus palabras.
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Sí. Todos podemos, porque todos somos
canales de energía. La diferencia está en cómo de grande es el canal. Cuanto
más grande es el canal más energía pasará.
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¿Qué canal? –no tenía ni la más remota
idea de qué me estaba hablando.
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El canal eres tú. Es tu campo
energético, es la energía que te envuelve –explicó.
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¿Cómo se agranda el canal? –tengo que
reconocer que cada vez escuchaba cosas más extrañas.
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Mira, podría hablarte de energía o de
meditación o de un montón de cosas más, pero la verdad es que todo se resume en
una sola palabra: “amor”. Cuando más amor tiene la persona, más grande es,
energéticamente, y más energía pasa a través de ella, con lo que su “poder” de
sanación, también, será mayor –y terminó con una pregunta- ¿me explico?
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Si, te explicas muy bien. Supongo que
ese amor del que hablas es el mismo amor del que me hablaba Ángel, el amor
incondicional.
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Así es. Ese es el único amor que
existe. El que decimos sentir los seres humanos es una mezcla de amor y apego
–terminó la frase con una expresión de tristeza reflejada en su rostro.
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¡Qué mal lo tenemos los seres humanos!
–expresaba mi pensamiento en voz alta- El mundo que podría ser un paraíso, es,
en realidad, un verdadero infierno, al menos, para muchas personas. Tú que
recibes a mucha gente ¿conoces a alguien que ya sea capaz de amar de esa
manera?
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Hasta ayer no conocía a nadie, pero,
ahora, me atrevería a decir que Ángel, si no ha llegado a amar al cien por cien
de esa manera, debe de estar cerca, muy cerca.
-
Parece que me entró la vena filosófica-
En treinta y siete años nadie me había hablado, hasta ahora, de que va la vida
y para que estamos aquí. Y, debo de haber tenido suerte, porque habrá personas
que lleguen a viejos sin haberlo escuchado ni una sola vez. ¿Por qué?, ¿no te
parece injusto? Estas cosas hacen que me reafirme en la “injusticia” divina. No
todos los seres humanos tenemos las mismas oportunidades. ¿Qué pasará con
ellos?
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Lo mismo que contigo –respondió
Indhira- tendrán que volver hasta que aprendan a amar. Si en esta vida no aprenden
sobre eso, porque nadie se lo enseña, es porque no es su momento. El tuyo
parece que sí. Tu trabajo será aprovecharlo. Y puedo asegurarte que Dios nada
tiene que ver en esto.
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¿Estás segura de que Dios no interviene
en nada?
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Sí. Todo lo que nos ocurre solo es de
nuestra responsabilidad –y prosiguió sentenciando, como si hablara ex cátedra-
somos nosotros, los seres humanos, los que antes de venir a la vida realizamos
nuestra programación y, una vez acá, en la materia, nos encontramos con otro
hándicap, el libre albedrío. Y le digo hándicap porque, en muchas ocasiones, no
decidimos nosotros, lo hace nuestra mente.
En ese
momento comenzó a sonar el celular de Indhira.
-
Disculpa, tengo que contestar. Es mi
próximo paciente –y salió de la sala para poder hablar con tranquilidad.
Faltaba
un cuarto para las cuatro. Volví a la computadora para comprobar que seguía
funcionando de manera correcta, y me preparé para irme en cuanto apareciera
Indhira. Pensaba en lo último que ella había comentado sobre los momentos para
aprender o no, y recordé cuando, en mi paseo, me sentí unido a todo lo creado y
llegué a la conclusión de que todo tiene un propósito.
En la página NOVELA "Ocurrió en Lima" puedes leer completos los capítulos I, II y III.
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