Miércoles 17 de agosto 2022
Aún estoy rojo como un pimiento morrón por la vergüenza que he pasado debido a una conversación mantenida con mi propio pensamiento. Me ha dejado en evidencia con una de las creencias que yo creía que tengo más arraigadas, la igualdad. Pero vayamos por partes.
Hoy ha amanecido
un día normal. Un día típico de agosto en Lima, una neblina muy baja y la garúa
mojando, casi sin querer, las calles en su lento y minúsculo caer.
Me he despertado a
las 5, como siempre. Da lo mismo que me acueste a las 10 de la noche o a las 2
de la madrugada. Tengo una alarma interior que a las 5 hace que abra los ojos a
un nuevo día. Y durante media hora he estado batallando, como cada día, conmigo
mismo, para vencer a la pereza y dejar ese refugio tan calentito en el que he
pasado las últimas horas. Esa media hora de batalla es muy peligrosa porque
corro el peligro de volverme a dormir, sobre todo si me he acostado tarde, y
entonces puede ser una pequeña debacle, por todo el trabajo que tengo que hacer
durante la primera hora después de levantarme.
Al final he
apurado la media hora y a las 5:30 entraba en la ducha. El agua caliente resbalando
por mi cuerpo, es el primer placer del nuevo día.
Soy consciente de
que las duchas con agua fría tienen un montón de beneficios: fortalecen el
sistema inmune, activan la circulación sanguínea, despejan la mente, activan el
cuerpo, incrementan la energía, refuerzan el sistema cardiovascular y, algunas
más que no recuerdo, pero…, a mí, el agua fría solo me gusta para beber en
verano y tener que ducharme con ella me pone de muy mal humor.
Durante una buena
temporada en la que enseñaba Kundalini-Yoga y seguía “casi” todos los preceptos
que recomendaban los maestros del Kundalini, me duchaba con agua fría. Más que
una ducha parecía una carrera contra el tiempo, porque trataba de mojarme todo
el cuerpo en el menor tiempo posible. Tengo que reconocer que durante una buena
parte del día estaba amargado porque echaba en falta el agua, casi quemando, resbalando por mi cuerpo, sin límite de tiempo.
Ahora no. Disfruto
de cada segundo, debajo de la ducha, y de cada gota de agua caliente que va
rozando y, a veces, quemando mi cuerpo.
A las 6 estaba
fuera, (sí, soy un poco lento. Si me duchara con agua fría estaría listo a las
5:35).
Y ahí comienzo una
rutinaria maratón. Organizo mi desayuno y el del niño, (tengo un hijo de 10
años), preparo la lonchera que se lleva al cole, pongo la lavadora en marcha,
recojo la ropa seca del día anterior y la preparo para la plancha con la que
comienzo cuando vuelvo de mi paseo matinal, desayuno y cuando todo eso está
listo despierto al niño.
Durante la
siguiente media hora estoy, prácticamente, pendiente de mi hijo: Como se viste,
que tal desayuna, si se cepilla bien los dientes y alguna cosa más. Y a las
7:30 le acompaño al colegio.
En 5 minutos
llegamos al cole, porque solo tenemos que atravesar dos pistas. Tenemos el
colegio enfrente de casa.
Una vez que le he
dejado a él me voy a caminar durante una hora. Hoy hacia frío y me mojaba la
garúa, pero, aun así, es muy agradable pasear al lado del mar, aunque casi
estaba desaparecido por la neblina. A esa hora de la mañana somos 4 caminando y
otros 4, más jóvenes, corriendo, por lo que el paseo es una placentera
meditación.
He llegado a casa
a las 9. La tarea que me espera es tender la ropa, hacer las camas, planchar y
cocinar.
Hay dos trabajos
de los que tengo asignados en la casa que me fastidian un poquito y hasta se me
olvida que tengo que hacerlos. Uno es tender la ropa y el otro lavar los
platos.
Ha sido tendiendo
la ropa cuando mi propio pensamiento me ha dejado en ridículo.
El tendedero donde
tiendo la ropa está en la lavandería, que es un cuarto de 5 metros cuadrados,
donde se encuentra la lavadora y un fregadero. El colgador de la ropa se
encuentra a 30 centímetros del techo, por lo que para tender la ropa tengo que
subirme en una de esas escaleritas de cocina de dos peldaños. Hoy tenía que
tender sábanas porque había cambiado las de la cama del niño.
Y ahí estaba yo,
con la funda del edredón, haciendo equilibrios en la escalerita, por un lado,
para no caerme y, por otro para que la funda no tocara el piso. No conseguía
cuadrarla. Cuando jalaba de un lado se descuadraba del otro. Al final lo conseguí
y comencé una segunda batalla con la sabana bajera, esa que se ajusta al
colchón. Se supone que la sabana es más fácil que la funda del edredón, pero
cuando las cosas se complican se puede tropezar hasta con el pensamiento.
Estaba tan
incómodo que bajé la sabana, por un momento, y fue entonces cuando lancé una
queja, supongo que a la nada o al Universo, porque estaba yo solo en la
lavandería.
-
¡Tú te crees que a
estas alturas de mi vida tengo que estar haciendo todo el trabajo que hago en
la casa! Se supone que debería de levantarme, tranquilamente, a las 8, encontrarme
el desayuno en la mesa, ir a pasear para hacer ejercicio, volver cerca del
mediodía, almorzar, dormir una siesta y después leer, escribir, meditar y hacer alguna
terapia hasta la hora de la cena, ver un poco de tele y a dormir.
-
Mi pensamiento fue
rápido como el rayo- Y todo eso que tu no quieres hacer, ¿Quién lo haría, tu
esposa? Tu que eres un defensor de la igualdad en todas sus formas, por razón
de sexo, de religión, de pensamiento, de clase social, ¿serias capaz de
permitir que tu esposa, además de trabajar fuera de casa, hiciera en el hogar
no solo el trabajo que ella tiene asignado, sino también el tuyo?, ¿eres un
defensor de la igualdad real o solo de boca para fuera?
Un color se me iba y otro se me venía. Hasta ese momento
no había sido consciente de que una queja, como la que yo había hecho, era la
demostración palpable de que, en algún rincón, dentro de mí, permanecía alguna
energía acumulada que me hacía creer que como era “hombre” y con unos cuantos
años encima, debería de vivir como un rajá, siendo servido en todos mis
caprichos.
He sido consciente de mi falta de coherencia en el
pensar, decir y actuar. De inmediato, me he puesto a cantar un mantra “Ajai
alai”, que ayuda a sanar la depresión y la ira, mientras terminaba de tender la
ropa.
Después, me he permitido aplazar la plancha durante una
hora para sentarme en meditación para conectar con esa energía discriminatoria
y machista de la que no tenía conocimiento, para erradicarla, de una vez por
todas. Y seguiré hasta que no me enfade tendiendo sabanas.
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