Del libro Ocurrió en Lima. Capítulo II, parte 1
Habían pasado diez días desde
el extraño encuentro que tuve con Ángel en el malecón y todavía le daba vueltas
a su misteriosa desaparición y al todavía más extraño comentario del camarero
insinuando que yo había estado solo, sin más compañía que la de un café. No
quise investigar más, ¿para qué?, me daba igual la forma en que se había
evaporado porque había sido real para mí y, con eso, era suficiente. Si algún
día tengo nietos, será una de las anécdotas que les cuente de manera repetida,
porque no creo que vaya a olvidarlo el resto de mi vida.
El mismo día del encuentro tuve
una reunión con Pablo, ex compañero de trabajo y uno de mis pocos amigos, para
tratar la posibilidad de iniciar un negocio juntos, pero fuimos conscientes de
que no podíamos, casi ni pensarlo, con el poco dinero de que disponíamos, ya
que, juntando los ahorros de los dos, no teníamos ni para alquilar el local y,
endeudarnos con un préstamo, para algo que no sabíamos cómo iba a funcionar, no
nos parecía lo más lógico a ninguno de los dos. Así que descartamos la idea y
los dos coincidimos en que lo mejor sería iniciar la búsqueda de trabajo en
alguna empresa del sector informático, por ser el ramo conocido por nosotros. Y
a eso estoy dedicado una buena parte de mi tiempo. Buscando empresas y enviando
o entregando, personalmente, el curriculum.
Sin embargo, creo que me falta
fe. No me veo trabajando en ninguna empresa haciendo el trabajo que hacía.
Cuando dejo el curriculum algo en mi interior implora para que no me den el
trabajo. Está claro que si no consigo cambiar esa falta de fe no voy a
conseguir que ninguna empresa me contrate. En realidad, creo que, aunque sea
muy bueno en mi trabajo, me gustaría cambiar de actividad o hacer algo
relacionado con la informática, pero de manera diferente. Podría, por ejemplo,
diseñar páginas web o reparar computadoras en casa, sin tienda, sin taller, sin
jefe. Sin embargo, cuando hablo conmigo mismo, para concretar a qué me gustaría
dedicarme, no tengo respuestas claras.
También hice algo que no había
hecho, y que parecía necesario, un presupuesto de gastos para saber cuánto
tiempo podía subsistir con mis ahorros. El resultado fue esperanzador. Podía
aguantar sin tener ingresos durante los próximos 12 meses. Hay que tener en
cuenta que mis únicos gastos son, por un lado, los derivados de la alimentación
y limpieza, en el supermercado y, por otro, los gastos fijos de la casa, agua,
luz, gas, teléfono y mantenimiento. El pequeño departamento, donde vivo, es de
mi propiedad y no genera más gastos que el mantenimiento. Soy un poco huraño y
mi diversión es la lectura y alguna película romántica en la tele, por lo que
mis gastos extraordinarios se reducen a la mínima expresión.
Sin
embargo, encontrarme sin trabajo y sentir en mi interior la falta de fe para
conseguirlo, hacía que, de vez en cuando, me embargara la tristeza, la
frustración y la impotencia y, en medio de ese estado, que podría calificar
como deplorable, sobre todo por no estar acostumbrado a él, comencé a pensar
que la vida era un escenario lleno de injusticias. Pensaba que no merecía vivir
una situación como esa, y menos una carestía de dinero, como en la que me
encontraba inmerso, cuando siempre, durante toda mi vida, la generosidad había
sido mi bandera.
Bien es
cierto que nunca ayudé a nadie pensando en ninguna recompensa, pero, ahora, sí
que venía a mi mente recordando la tontería de que “por cada céntimo que se da
se recibe diez veces más”. Estaba más que claro que solo era una bonita frase
con la que algunos podrían encontrar alivio en su pobreza.
Recordé,
entonces, un comentario que mi madre siempre decía cuando se presentaba algún
acontecimiento difícil: “Dios se encarga”. No recuerdo que Dios se encargara de
solucionar a allanar el camino por el que transitábamos entonces. Y, ahora,
tampoco, ya que pasaba el tiempo y, por supuesto, Dios no terminaba de
encargarse. No le recriminaba a Dios, pero sí que me preguntaba ¿por qué?, ¿por
qué de la nada me había quedado sin trabajo?
Cuando
veía pedir limosna a ancianos o a mamás con niños, o cuando veía a personas
rebuscando en las basuras que esperaban, a las puertas de los edificios, ser
recogidas por el personal de limpieza de la municipalidad, algo para comer o vender,
llegaba a la comprensión de que, a fin de cuentas, yo era un afortunado porque
tenía una casa donde vivir y comía cada día, a pesar de no tener ningún ingreso.
Pero vivir así, cada día, era como una gota
que va cayendo inexorable en el vaso, con lo que este no solo se iba a llenar,
sino que comenzaría, más pronto que tarde, a rebosar.
Para
completar las enseñanzas de Ángel comencé a buscar por internet artículos sobre
el amor y la energía y, entonces, fui consciente de que estaba muy relacionado
con la espiritualidad.
Nunca
había leído nada parecido. Sabía algo, muy poco, de religión, lo que había ido
aprendiendo en el colegio, pero nunca alguien me había hablado de
espiritualidad. Según iba saltando de una página a otra me topé con escritos de
los autores de la espiritualidad en los que afirmaban que Dios vivía en el
interior del ser humano y que no era necesario levantar los ojos al cielo para
implorar un milagro, ya que con recogerse hacia el interior, hacia el corazón,
era suficiente, ahí estaba Dios.
He hice
algo que no había hecho nunca. Me senté a meditar como aconsejaban los autores
en sus escritos. Lo hice, más que nada, para ver de qué se trataba. Comencé
sintiendo la respiración, aunque no sabía muy bien si lo que respiraba era aire
o tristeza. Y, después, de un rato viajando en ese aire o en esa tristeza,
llevé la atención a mi corazón y se me ocurrió preguntar:
-
¿Hay alguien ahí?
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