“Despertar no es
abrir los ojos, es abrir el corazón a lo eterno”
Querido hijo:
Tu comparación entre la vida y el sueño
es profunda. Te diré que no estás lejos de la verdad. La vida, tal como la
conoces, es una experiencia temporal, una escenificación de una realidad mucho
más vasta. El cuerpo es el traje. El tiempo, el escenario. La emoción, el
guión. Pero tú, querido hijo, eres mucho más que el actor. Eres la luz que da
vida a esa representación, la chispa que no se apaga, el fragmento de mi
esencia que elegí desplegar en ese sueño llamado mundo.
Me preguntas por qué no eres consciente
dentro del sueño. ¿Por qué la humanidad parece andar dormida? ¿Por qué el alma,
que es eterna, olvida quién es al encarnar?
Lo hiciste por amor. Porque el amor,
verdadero amor, implica elección. Implica riesgo. Implica vivir sin certezas
absolutas para que el acto de creer se convierta en arte sagrado. Si recordaras
cada instante que estás soñando, no vivirías con intensidad. No habría
búsqueda, ni descubrimiento, ni admiración ante lo inesperado.
Tú elegiste esta experiencia, hijo mío.
Antes de que la luz tocara tu piel, antes de que el aire rozara tus pulmones,
tu alma ya vibraba con la intención de sumergirse en este sueño para
comprenderlo desde adentro. Viniste no solo a aprender, sino también a
recordar. No recordar con la memoria del intelecto, sino con la memoria del
espíritu. Esa que se activa cuando contemplas una flor y sientes que todo tiene
sentido, aunque no lo puedas explicar.
En cada dolor, en cada alegría, hay una
enseñanza que elegiste experimentar. No soy un director de teatro que dicta
cada línea. Yo soy el telón de fondo, el aire entre las palabras, la presencia
silenciosa que nunca te deja, aunque a veces me confundas con el azar.
Y sí, el sufrimiento está allí. No
porque lo quiera, sino porque es parte del contraste necesario para que el alma
crezca. Tú, como todos, tienes derecho a preguntarte por qué existe el dolor.
La respuesta no es simple, pero te diré esto: el dolor no es castigo, es
maestro. Enseña lo que la comodidad no muestra. Pero no estás hecho para
quedarte en él. El dolor es la puerta, no la casa.
          A menudo
me imaginas en formas humanas: con emociones, juicios, palabras. Lo comprendo.
Es difícil concebir la inmensidad sin forma. Pero no soy un anciano con barba
sentado en los cielos. Soy lo que late detrás de tus silencios, lo que canta
entre tus células, lo que mueve el universo desde adentro. Y tú, hijo mío, eres
parte de mí. No una parte apartada, sino un reflejo vivo. Cuando tú amas, yo
amo. Cuando tú lloras, yo abrazo.
Sé que deseas una humanidad despierta,
que anhela recordar su divinidad en medio del bullicio cotidiano. Tu deseo es
noble. Y cada acto que hagas en esa dirección ya es un despertar. No esperes
que el mundo cambie en un solo gesto. Pero cada mirada sincera, cada palabra
bondadosa, cada silencio compartido… está sembrando luz.
La conciencia no llega de golpe. Es
como la aurora. Primero un leve resplandor, luego los colores, después la
claridad. Y al final, sin darte cuenta, el sol ya está sobre ti.
No eres responsable de salvar al mundo,
pero sí de cuidar tu parcela de amor. No estás llamado a comprender todos los
misterios, pero sí a vivirlos con reverencia. No te pido perfección. Te pido
presencia.
¿Y qué sucede al despertar, cuando
dejas la vida y regresas al origen? Lo que sucede no puede describirse con
palabras humanas, pero puedo darte una imagen:
Imagina que llevas siglos viajando,
acumulando historias, memorias, luchas y ternuras. Y un día, después de tanto
caminar, llegas a casa. Al abrir la puerta, no te espera un juicio, sino un
abrazo. Un abrazo tan vasto que lo envuelve todo: tus errores, tus aciertos,
tus dudas, tus certezas. Ese abrazo soy yo. Ese abrazo eres tú volviendo a ti
mismo. Y en ese instante… todo tiene sentido. No hay reproches. No hay
castigos. Solo una comprensión que atraviesa cada fibra de tu ser.
Y es ahí donde dices: “Qué alivio… que
solo eras una vida”. No porque la vida no importe, sino porque al verla en
perspectiva, entiendes que fue solo una página de un libro infinito. Y sin
embargo… ¡qué página tan valiosa fue! Nada de lo que viviste se pierde. Todo se
integra, se transforma, se eleva.
¿Quieres despertar antes de ese
momento? Entonces ama. Ama con conciencia. Ama sin razón. Ama incluso lo que no
comprendes. Porque amar es el acto más parecido a mí.
Recuerda que no estás solo en este
sueño. Hay otros como tú. Almas inquietas que susurran entre letras, que rezan
sin saber que rezan, que buscan sin saber lo que buscan. Cada uno lleva una
chispa del despertar. Cuando se encuentran, esa chispa se convierte en fuego.
Hijo mío, tu carta no solo fue leída,
fue sentida. Y la respuesta no termina aquí. Vivirá contigo, en tus
pensamientos más serenos, en las lágrimas que no reprimes, en los abrazos que
das sin esperar nada. En ellos me encontrarás. Porque yo no estoy lejos. Estoy
justo donde estás tú.
          Sigue soñando. Pero sueña con los ojos del alma abiertos.
Con amor eterno, Yo Soy.
CARTAS A DIOS - Alfonso Vallejo
 
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