El ego es a la persona como la cáscara al fruto:
protege, pero debe romperse para liberar lo valioso.
El ego cumple una función vital en nuestra
construcción psicológica. Nos envuelve, nos defiende, nos da forma frente al
mundo. Como la cáscara de un fruto, nos protege de heridas externas, de
juicios, de vulnerabilidades. Nos ayuda a sobrevivir en entornos hostiles, a
mantener una imagen, a sostener una narrativa de quién creemos ser. Pero esa
misma cáscara, si no se rompe, impide que lo esencial se manifieste.
Dentro de cada persona hay una semilla de
autenticidad, una pulpa de sensibilidad, creatividad y amor. El ego, cuando se
vuelve rígido, impide que esa esencia fluya. Nos hace temer el rechazo, nos
obliga a competir, nos encierra en máscaras. Nos dice que debemos ser fuertes,
exitosos, admirados. Pero lo valioso no está en la cáscara brillante, sino en
lo que hay dentro: en la capacidad de sentir, de conectar, de ser sin
pretensiones.
Romper el ego no significa destruirse, sino
abrirse. Es un acto de madurez, de rendición consciente. Es aceptar que no
somos lo que aparentamos, sino lo que sentimos cuando nadie nos mira. Es
permitir que la vulnerabilidad nos haga humanos, que la humildad nos haga
sabios.
Al igual que el fruto que se abre para alimentar,
para sembrar, para dar vida, la persona que trasciende su ego se convierte en
fuente. Fuente de verdad, de compasión, de transformación. Porque solo cuando
la cáscara cae, el alma respira.
Y entonces, ya no importa tanto cómo nos ven,
sino cómo nos sentimos. Ya no buscamos aprobación, sino plenitud. Porque lo
valioso no necesita adornos: solo espacio para florecer.
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