Por qué
les suceden ciertas desgracias a los hombres buenos siendo así que hay una
Providencia.
Me has
preguntado, Lucilio, por qué, si el mundo es regido por la Providencia, les
suceden muchos males a los hombres buenos. Esto podría ser contestado
fácilmente en el contexto de una obra en la cual intentáramos demostrar que la
Providencia preside el Universo y que Dios se interesa por nosotros.
Pero ya
que te place desgajar del todo una pequeña parte y solucionar una sola contradicción,
dejando a un lado la discusión del conjunto, he de hacer algo que no es
difícil: defenderé la causa de los dioses.
Más que
superfluo resulta demostrar en la presente ocasión que una obra tan grande no
se conserva sin guardián; que la reunión y la separación de los astros no
constituyen movimientos fortuitos; que los productos del azar con frecuencia se
descomponen y pronto chocan entre sí; que esta insuperada velocidad que
arrastra tantas cosas en la tierra y en el mar, tantas luminarias clarísimas de
preordenado brillo, surge por imperio de una Ley eterna; que este orden no es
propio de la materia errante; que los cuerpos reunidos casualmente no están con
tanta sabiduría suspendidos como para que el enorme peso de la tierra
permanezca inmóvil y contemple a su alrededor la huida del rápido cielo, como
para que los mares infiltrados en los valles ablanden las tierras y no sufran
incremento alguno por los ríos, como para que de semillas pequeñísimas nazcan
enormes seres.
Ni
siquiera aquellos fenómenos que parecen confusos e inciertos- me refiero a las
lluvias y a las nubes, al estallido de los rayos que se quiebran y al fuego que
se derrama de los rotos vértices de las montañas, a los temblores del suelo
sacudido y a los demás hechos originados en la agitada región que rodea la
tierra suceden sin razón, aunque sean repentinos, sino que tienen también sus
causas, no menos que aquellos otros que, por aparecer en sitios insólitos, son
considerados milagros, como las aguas calientes que se hallan en medio de las
ondas marinas y las nuevas extensiones de islas que repentinamente surgen en
medio del vasto mar.
Y, en
verdad, si se observa cómo quedan desnudas las playas cuando el mar se repliega
sobre sí mismo y cómo en breves momentos vuelven a ser cubiertas ¿se podrá
creer que, por obra de un ciego movimiento, las olas ora se contraen y se
vuelven sobre sí mismas, ora irrumpen y con gran rapidez retornan a su sitio,
siendo así que crecen conforme a medidas fijas, decrecen en la hora y el día
señalado y son más amplias o más reducidas según la intensidad con que las
atrae la luna, a cuyo arbitrio está sujeto el desborde del Océano?
Queden
estas cosas reservadas para su oportunidad, tanto más cuanto que tú no dudas de
la Providencia, sino que te quejas de ella.
Te he de
reconciliar con los dioses, que son buenos con los buenos. En efecto, la
naturaleza jamás consiente que las cosas buenas perjudiquen a los buenos. Entre
los hombres buenos y los dioses hay una amistad que establece la virtud.
¿Amistad digo? Más todavía: una mutua atracción y una semejanza, ya que el
hombre bueno sólo se diferencia del dios por la duración de la vida; es su
discípulo, su imitador y su verdadera progenie, que aquel padre magnífico,
guardián nada laxo de las virtudes, educa, como los padres severos, con mayor
dureza.
Así,
cuando vieres a los hombres buenos y gratos a los dioses sufrir, sudar,
transitar por difíciles senderos, y a los malos entregarse a los goces y
abandonarse a los placeres, considera que nosotros nos complacemos en la
modestia de nuestros hijos y en la desvergüenza de los de nuestros esclavos,
que a los unos los refrenamos con más ardua disciplina y a los segundos los
criamos en la licencia. Lo mismo debe pensar tú de Dios: no tiene al hombre
bueno en medio de deleites, lo somete a prueba, lo endurece, lo prepara para
sí.
LUCIO ANNEO SÉNECA
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