El ego es a la persona como el fuego al bosque:
puede dar calor o destruirlo todo.
El ego, como el fuego, tiene una doble naturaleza. En su forma más contenida, puede ser fuente de energía, impulso vital, chispa creativa. Nos da confianza para avanzar, nos protege del miedo, nos permite marcar límites. Es ese calor interno que nos anima a defender lo que somos, a luchar por lo que creemos. Sin él, podríamos perdernos en la inseguridad, en la duda constante, en la falta de dirección.
Pero cuando el ego se descontrola, cuando se convierte en llama voraz, puede arrasar con todo a su paso. Quema relaciones, consume la humildad, destruye la empatía. Nos hace creer que somos el centro del universo, que nuestra verdad es la única válida, que el reconocimiento externo es más importante que la paz interna. En ese estado, el ego deja de ser aliado y se convierte en tirano.
Como el fuego en el bosque, el ego necesita vigilancia. No se trata de apagarlo por completo, sino de aprender a encenderlo con sabiduría, a mantenerlo en equilibrio. Un fuego bien cuidado puede dar vida: calienta, ilumina, transforma. Pero si lo dejamos crecer sin control, puede convertirnos en cenizas.
La clave está en la conciencia. En saber cuándo el ego nos sirve y cuándo nos domina. En reconocer que el verdadero poder no está en imponer, sino en comprender. Que la grandeza no se mide por el tamaño de las llamas, sino por la capacidad de mantenerlas bajo control.
Porque al final, lo que queda no es el fuego, sino el bosque que sobrevivió. Y ese bosque, lleno de raíces profundas y hojas sinceras, es lo que realmente somos.
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