“Recordar que
soñamos es el primer paso hacia la eternidad”
Querido Dios:
Permíteme una reflexión. No como un reproche, ni siquiera como un reclamo, sino como una inquietud que brota del corazón cuando la mente se silencia.
Cuando en nuestros sueños aparece una
pesadilla, al momento de despertar, al cruzar el umbral entre lo onírico y lo
real, se siente un alivio inmenso: “Gracias a Dios que solo era un sueño”. En
esa frase hay gratitud, hay humildad, hay ese pequeño acto de rendirse ante lo
desconocido. Porque incluso en la vigilia más lúcida, hay cosas que no podemos
controlar.
Creo, sinceramente, que la vida y la
muerte son algo parecido. Creo que la vida es como un sueño, una ensoñación de
la Creación. Un suspiro divino que se materializa en carne, en tiempo, en
experiencia. Infinitamente minúsculo si se compara con la eternidad del alma. Y
aun así, ¡cuán importante se nos hace! Vivimos aferrados a este sueño como si
fuera todo. Tememos perderlo, tememos que termine, tememos que lo que hay más
allá sea oscuro, o peor, nada.
Pero si la vida es un sueño, entonces
también se despierta. También tiene un final. También se transita de la sombra
del cuerpo a la luz del espíritu. Y ese momento, ese instante en que se deja el
peso de lo terrenal, debe ser –imagino– como despertar de una larga noche. Con
el alma expandiéndose como si finalmente recordara que siempre supo volar.
En el sueño de la vida hay de todo.
Sufrimiento y dolor que desgarran, alegrías que iluminan, felicidad que
envuelve, éxtasis que trasciende, paz que serena, ansiedad que agita. Todas las
emociones desfilan como actores por este teatro temporal. Ninguna permanece
para siempre, ninguna tiene el poder de definirnos. Solo son parte del relato.
A veces me pregunto si ese desfile de
emociones no es más que el alma probando trajes, entendiendo las formas del
amor, del miedo, del apego y la compasión. Y a veces siento que, incluso en
medio del caos, algo en nosotros sabe que no estamos solos. Que tú estás en
cada rincón del sueño, aunque no podamos verte desde esta perspectiva limitada.
Y entonces llega el día. El día del
despertar. La muerte. Qué palabra tan cargada de silencios. Dejamos el cuerpo
como quien deja una casa después de una larga estancia. La piel se queda, los
ojos se cierran, los latidos se aquietan. Pero algo se enciende. Una llama que
no se puede apagar, que no depende del oxígeno ni de la materia. El alma, libre
al fin, vuela.
Y la sensación de amor supongo que es
tan inmensa, que no hay tiempo de pensar: “Qué alivio, que solo eras una vida”.
Creo que el amor lo cubre todo. Esa vibración única, inefable, que recorre el
espíritu y lo abraza. Como si al despertar nos diéramos cuenta de que éramos
parte de ti, desde siempre. De que nunca estuvimos separados.
Pero aquí viene mi pregunta, Señor. En
este sueño que llamamos vida, ¿por qué no somos capaces de permanecer
conscientes? ¿Por qué no recordamos mientras soñamos que estamos soñando? ¿Por
qué no traemos esa misma lucidez espiritual a la vigilia de lo cotidiano?
A veces siento que vivimos dormidos
dentro del sueño, como marionetas que han olvidado que están conectadas al
cielo. Y otras veces, solo en momentos fugaces de belleza o dolor, algo nos
sacude y nos recuerda que hay más. Que hay una verdad que nos espera. Pero dura
poco. Se desvanece. Nos distraemos otra vez.
¿Será que hay un propósito en esta
inconsciencia? ¿Será que el alma necesita olvidar para aprender desde cero?
¿Será que hay amor incluso en no saber? Porque si supiéramos todo desde el
principio, quizás no valoraríamos nada. Quizás no sabríamos lo que significa
confiar, avanzar en la oscuridad, buscar respuestas dentro del corazón.
Y aun así… no puedo evitar soñar con
una humanidad despierta. Una humanidad que, aun en medio de este sueño, viva
con conciencia. Que sepa que está soñando. Que recuerde que el alma es eterna.
Que actúe con la certeza de que todo lo que hace reverbera más allá del tiempo.
Gracias Señor.
CARTAS A DIOS - Alfonso Vallejo

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