“Aceptar también es amar”
No me lamento o, al menos, no
quiero hacerlo, porque soy consciente de que ante los acontecimientos que nos
va presentando la vida, de nada valen los lamentos.
Me gusta la frase ¡qué se le va
a hacer! Porque condensa en pocas palabras esa sabiduría serena que sólo se
alcanza cuando uno ha vivido lo suficiente como para comprender que la
resistencia inútil solo desgasta el alma. Esa frase, tan sencilla, tan cotidiana,
tan nuestra, me recuerda que hay cosas que no puedo controlar, que el mundo
tiene su propio ritmo, y que lo mejor que puedo hacer es dejar de luchar contra
la corriente cuando no hay barca que me lleve a otra orilla.
Y, sin embargo, en medio de esa aceptación
también vive un deseo profundo: el de encontrar sentido. Porque, aunque mi
corazón haya aprendido a no pelear contra lo inevitable, no ha perdido la
costumbre de preguntarse por qué. Por qué ciertas cosas duelen más que otras,
por qué los caminos se cruzan y se separan, por qué las personas se van sin
previo aviso, por qué hay días en los que el cielo pesa más que el cuerpo.
Hoy te escribo, Señor, no para
reclamarte nada, sino para compartirte todo. Mis silencios, mis esperanzas, mis
miedos que a veces se camuflan tras una sonrisa. Sé que no necesitas que te
cuente lo que ya sabes, pero escribirte me ayuda a escucharlo yo. Hay una paz
especial en ponerle palabras al alma, en dejar que lo que me habita tome forma
y se pose, como una mariposa cansada, sobre esta hoja.
Hay días en los que me siento
como un árbol en otoño. No porque me sienta viejo, que lo soy, sino porque
descubro que hay cosas que se desprenden de mí sin que yo lo pueda evitar.
Ideas, personas, creencias… caen como hojas que ya cumplieron su ciclo. Y no es
malo, lo sé. Después del otoño viene el invierno, y tras él, la primavera. Pero
¿cómo se hace para no extrañar las ramas llenas? ¿Cómo se aprende a ver belleza
en la desnudez?
Quizás por eso te escribo tanto.
Porque cuando me siento vacío, me acuerdo de que tú llenas los espacios sin
ruido, sin prisa, sin pedir permiso. No llegas con estruendo, llegas con brisa.
No irrumpes, simplemente estás. Y eso me basta.
Señor, a veces imagino que me
escuchas con una sonrisa. Que te conmueve esta forma tan humana de buscarte a
través de las palabras, como quien lanza una botella al mar. Me gusta pensar
que lees cada frase como quien lee la carta de un amigo: con cariño, sin
juicio, entendiendo que todo lo que escribo nace de un corazón que aún se esfuerza
por amar a pesar de las grietas.
Y sí, qué se le va a hacer… esa
frase también la digo cuando la nostalgia se sienta a cenar conmigo. Cuando el
recuerdo de lo que fui se aparece sin haber sido invitado, y me mira con ojos
de tiempos mejores. Pero incluso en esos momentos, no hay amargura. Sólo esa
dulzura melancólica que tiene el saber que se ha vivido. Porque cada arruga es
una historia, cada silencio una lección, cada caída un motivo para escribirte
de nuevo.
No sé si esta carta llegará a
algún lugar, o si se quedará entre los confines de mi alma y el papel. Pero
mientras la escribo, me siento menos solo. Siento que entre tú y yo hay algo
más que fe: hay complicidad. Como esos amigos que no necesitan hablar para
entenderse. Como esa mirada que abraza sin tocar. Como ese silencio que no
incomoda.
A veces quisiera preguntarte
tantas cosas. Saber cómo ves el mundo desde tu eternidad. Saber si te
sorprenden nuestras guerras, nuestras pasiones, nuestras contradicciones. Si te
duelen nuestras injusticias, si te conmueve nuestra ternura. Pero luego
recuerdo que tal vez no necesitas explicaciones. Que tu forma de responder es
el tiempo, la experiencia, los caminos que parecen sin sentido hasta que, de
pronto, uno se da cuenta de que cada paso estaba perfectamente colocado para
llevarnos justo donde debíamos estar.
Me gusta pensar que tú también
amas las frases simples. Como “qué se le va a hacer”. Porque ahí hay humildad,
hay entrega, hay madurez. No es resignación, es reconocimiento. Reconocer que a
veces soltar también es amar. Que aceptar lo que es no implica dejar de soñar
lo que podría ser. Que la vida, después de todo, se vive en equilibrio entre lo
que deseo y lo que sucede.
Gracias, Señor, por dejarme
escribirte. Por ser ese destinatario fiel que nunca cambia de dirección. Por
leerme aun cuando lo que escribo no tiene sentido. Por acoger mis palabras como
se acoge a un hijo que regresa de una batalla: sin reproches, sólo con los
brazos abiertos.
Prometo seguir escribiéndote.
Porque mientras haya tinta, mientras haya alma, mientras haya días en los que
me sienta vulnerable, voy a seguir buscando tu cercanía. No para pedir, no para
exigir, sino simplemente para estar. Para que entre tú y yo siga existiendo
este puente invisible que se construye con cada carta, cada pensamiento, cada
suspiro.
Porque sí, qué se le va a hacer…
pero se le puede hacer una carta.
Gracias por estar, gracias por
ser.
CARTAS A DIOS - Alfonso Vallejo
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