En la Creación todo estaba en
equilibrio. El ser humano está rompiendo ese equilibrio.
Imaginemos a dos niños en un
columpio doble, de esos que se balancean cuando ambos cooperan. Uno se impulsa
hacia atrás mientras el otro avanza, y así, en perfecta sincronía, el columpio
se mueve con armonía. El viento acaricia sus rostros, el sol los ilumina, y el
juego se convierte en danza. Ninguno domina, ninguno se impone. Ambos entienden
que el equilibrio depende de los dos.
Este columpio representa la
Creación: un sistema delicado, interconectado, donde cada ser tiene su lugar y
su función. El agua fluye, los árboles respiran, los animales migran, las
estaciones giran. Todo está diseñado para sostener la vida en un ciclo que se
renueva constantemente. Como los niños en el columpio, la naturaleza se
balancea entre opuestos: día y noche, lluvia y sol, nacimiento y muerte.
Pero, ¿qué ocurre cuando uno de
los niños decide impulsarse más fuerte, sin esperar al otro? El columpio se
desequilibra. El juego se vuelve incómodo, incluso peligroso. El niño que se
queda atrás ya no puede seguir el ritmo, y el que se adelanta pierde el sentido
del juego. Lo que era armonía se convierte en caos.
Así ha actuado el ser humano
frente a la Creación. En su afán de progreso, ha olvidado que forma parte de
ese columpio. Ha querido dominar la naturaleza, extraer sin medida, construir
sin pausa, consumir sin conciencia. Ha roto el ritmo, ha ignorado al otro niño
—que bien podría ser el planeta mismo— y ha convertido el juego en una lucha desigual.
La deforestación, el cambio
climático, la extinción de especies, la contaminación de mares y cielos… son
señales de que el columpio ya no se balancea como antes. La Tierra, ese
compañero silencioso, empieza a resentirse. Y como en el cuento, si no se
recupera el equilibrio, el columpio puede detenerse o incluso romperse.
Pero aún hay esperanza. El niño
que se adelantó puede mirar atrás, reconocer el error y ajustar su impulso.
Puede volver a coordinarse, escuchar, respetar el ritmo del otro. El ser humano
tiene la capacidad de restaurar lo que ha dañado, de aprender a convivir con la
naturaleza en lugar de someterla. La ciencia, la educación, la espiritualidad,
el arte… son herramientas para reencontrar ese equilibrio perdido.
La reflexión es clara: no
estamos solos en el columpio. Cada decisión que tomamos afecta el balance del
mundo. Si queremos seguir jugando, si queremos que el viento siga acariciando
nuestros rostros, debemos volver a mirar al otro niño, al planeta, y recuperar
juntos la armonía.
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