Cuando el alma se ofrece desde su herida,
el amor deja de ser esfuerzo y se convierte en milagro.
Querido Hijo:
¿Tú
crees que no tienes nada? Déjame decirte algo con suavidad: estás más lleno de
amor de lo que imaginas. Lo que pasa es que a veces el cansancio, el agobio o
la sensación de insuficiencia hacen ruido en tu interior, y te nublan la vista.
Pero debajo de ese ruido vive una fuente silenciosa. Una fuente que brota cada
vez que eliges mirar al otro, incluso cuando tú mismo necesitas descanso.
No pienses que dar siempre
significa tener algo material. Tampoco creas que la caridad se mide por su
tamaño o por el aplauso que genera. Mi lógica es distinta. Yo veo lo que das en
lo oculto. Veo cada vez que eliges no responder con dureza. Veo cuando
sostienes una palabra amable, aunque por dentro estés temblando. Veo el
esfuerzo de tu sonrisa, el silencio que regalas en vez de un reproche, la
escucha que ofreces cuando estás a punto de rendirte. Todo eso, hijo mío, es
caridad en estado puro. Sin adornos. Sin espectáculo. Sin condiciones.
No tienes que estar rebosante
para dar. A veces, las almas más generosas son las que han aprendido a dar
desde su propia herida. No porque se ignoren, sino porque han descubierto que
también el dolor, cuando es ofrecido, puede convertirse en consuelo. Lo que das
no siempre viene de lo que posees. Muchas veces nace de lo que has perdido. Y
en ese dar silencioso se esconde un amor que yo reconozco enseguida: es el amor
que se parece al Mío.
Tu pregunta es honda: ¿cómo dar
cuando no se tiene? Y yo te digo: empieza por darte a ti mismo el permiso de no
llegar a todo. Porque la caridad verdadera no exige más allá de tus fuerzas. No
se alimenta de tu desgaste, sino de tu libertad. No quiere que te pierdas a ti
mismo tratando de salvar al mundo. Quiere, más bien, que aprendas a amar desde
donde estás, con lo que eres, con lo que puedes, y que confíes en que eso,
ofrecido con sinceridad, es suficiente.
No hay medida para el amor. No
hay termómetro que diga: “este gesto es pequeño, este es grande”. Porque lo que
transforma no es la cantidad, sino la intención. Esa viuda de la que me hablas,
con sus dos monedas, ofreció más que todos los demás porque dio desde su
totalidad. Y tú, cuando das, aunque te sientas roto, estás haciendo lo mismo.
Tal vez no lo ves. Pero Yo lo veo.
La caridad no busca resultados.
No es una transacción. Es una entrega libre. No tienes que esperar que todo lo
que das sea comprendido, agradecido, valorado. Porque entonces estarías
esperando algo a cambio, y eso ya no es amor, sino trueque. El amor que más
toca el corazón ajeno es aquel que se da sin saber si volverá. Y ese amor,
cuando es auténtico, nunca se desperdicia. Aunque no lo veas, aunque no lo
sepas, siempre deja huella.
A veces, dar es simplemente
estar. Y tú ya has estado para muchos, incluso cuando creías no tener nada más.
Tu presencia, tu fidelidad silenciosa, tu capacidad de permanecer incluso en el
agotamiento… eso es caridad. Y más aún: eso es santidad. Una santidad discreta,
imperfecta, real. Una que no se escribe en biografías, pero sí en los pliegues
de las almas que acompañas.
No te compares con nadie. No
midas tu amor en función de lo que hacen otros. Cada uno tiene su propio modo
de dar. Algunos con palabras, otros con tiempo, otros con gestos silenciosos.
Tú tienes el tuyo. No es más pequeño ni menos valioso por ser distinto. Yo te
hice único. Y lo que tú puedes dar, no puede darlo nadie más.
Hijo mío, ¿quieres saber cuándo
das caridad verdadera? Cuando te das sin perderte. Cuando amas sin destruirte.
Cuando sirves sin dejar de ser tú. La caridad no exige que renuncies a tu
dignidad. Al contrario: la eleva. Te hace más tú. Más libre. Más pleno.
Si un día no puedes dar más que
un suspiro, dámelo. Si solo tienes una mirada cansada, entrégala. Si solo
puedes ofrecer silencio, hazlo. Yo recojo todo. Todo tiene sentido para Mí
cuando se da desde el corazón. No me fijo en el tamaño de la obra, sino en el
amor con que se hizo.
Y si te preguntas si yo espero
más de ti… la respuesta es no. No quiero que te rompas por intentar parecer
generoso. No quiero que finjas fuerza donde hay cansancio. Quiero que seas
honesto, como lo has sido en tu carta. Quiero que te reconcilies con tus
límites. Que te veas como Yo te veo: no como un instrumento para los demás,
sino como un hijo amado cuya existencia ya es don en sí misma.
Déjame cuidar de ti también. De
tu ternura cansada, de tu alma sedienta, de tus ganas de servir que a veces se
mezclan con la frustración. Aun cuando no das nada visible, si sigues amando
desde dentro… estás dando más de lo que crees. Si mantienes abierta la puerta
de tu corazón, aun con miedo, aun con fatiga, aun con vacío… estás haciendo
espacio para la caridad más pura: aquella que no nace del tener, sino del ser.
Tú no te das cuenta, pero muchas
veces eres mi respuesta al dolor de alguien. Sin palabras, sin gestos
extraordinarios, simplemente con tu estar. Con tu fidelidad. Con tu mirada
compasiva. Con tu escucha que no interrumpe. Ahí, hijo mío, Yo actúo a través
de ti.
Así que no tengas miedo de tus
manos vacías. En ellas Yo puedo obrar milagros. Solo tráemelas. Tal como son. Y
déjame a Mí hacer el resto.
Con amor eterno, Yo te bendigo.
CARTAS A DIOS - Alfonso Vallejo