“El que camina en la
niebla con el corazón encendido…
ya ha encontrado más de
lo que cree.”
Querido hijo:
He escuchado tu carta. No con
prisa ni juicio, sino con esa ternura que me une a ti desde antes del tiempo.
Tus preguntas llegaron hasta Mí sin necesitar adornos. No hicieron falta
fórmulas ni plegarias ensayadas. Bastó tu sinceridad, ese susurro interior que
no busca convencerme, sino compartirse.
Y aquí estoy, sin respuestas
exactas, porque sé que no me las estás pidiendo como quien resuelve un enigma.
Lo que buscas no son soluciones rápidas, sino señales de que sigo aquí. Y sí,
estoy. Siempre he estado. Incluso cuando no me nombras. Incluso cuando tu alma
tiene más preguntas que certezas. Incluso cuando me miras de reojo, como quien
no está seguro de si hay alguien mirando de vuelta.
Te confieso algo que pocos
entienden: no me hiere tu duda. Al contrario, me conmueve. Porque quien
pregunta lo hace desde la herida, sí, pero también desde el anhelo. Tu fe no es
menor por tambalearse; es más profunda por mantenerse viva incluso cuando todo
parece negarla. ¿Sabes? A veces, lo que tú llamas duda, yo lo llamo camino.
Porque no es ausencia de fe, sino el modo en que tu alma va abriéndose paso
hacia algo más verdadero.
No temas tu fe pequeña, ni tu
confianza a medias. No necesitas traerme una fe perfecta. Yo prefiero el barro
a la fachada. Prefiero el corazón que tiembla al que finge certeza. Me basta
con que te acerques, como hoy, con las manos vacías pero el alma abierta. Con
eso basta. Porque yo no habito en los templos construidos por seguridades, sino
en los rincones humildes donde alguien, como tú, se atreve a mirar al cielo sin
comprenderlo del todo.
Has preguntado si puede haber fe
sin sentir. Y te respondo no con palabras, sino con una imagen que puse en tu
alma desde el principio: la raíz. La raíz no se ve. Crece en lo oculto. A veces
parece que no hay vida, que el árbol está seco, pero debajo late el misterio.
Así es la fe muchas veces. No brilla, no se exhibe. Se hunde en la tierra, en
lo cotidiano, y desde ahí sostiene. Incluso cuando no lo notas.
También preguntaste si basta con
permanecer. Y Yo te digo: permanecer es amar. Quedarte, incluso en la noche, es
un acto sagrado. Porque cualquiera puede creer cuando todo va bien. Pero tú
sigues escribiéndome desde la niebla. Y eso, hijo mío, es oración pura. No la
oración de quien pide, sino la de quien entrega su voz, aunque no tenga
palabras. Y Yo la recojo. Siempre la recojo.
No hay pregunta tuya que me moleste.
Ni hay grieta que me aleje. Yo no soy un juez esperando a que falles. Soy un
Padre que camina contigo incluso cuando tú no sabes hacia dónde vas. No te
exijo certezas. No te impongo caminos. Solo te invito a seguir. A no cerrar tu
corazón, aunque tengas miedo. A confiar en medio de la contradicción. A
entender que muchas veces, creer no significa estar seguro… sino estar
dispuesto.
¿Dices que a veces no entiendes
por qué no me muestro más claramente? Quizá porque tu alma —como tantas otras—
necesita la libertad para amarme, no la obligación de verme. Si Yo me revelara
con la evidencia de una fórmula matemática, tu corazón se rendiría, sí, pero no
elegiría. Y yo no quiero corazones rendidos por el asombro, sino amores libres
que, aun sin verme, decidan quedarse.
Y si a veces no te respondo como
esperas, no es por desinterés, sino porque algunas respuestas no están hechas
de palabras. Están hechas de tiempo, de proceso, de silencios que te preparan
para entender lo que ahora dolería. Tú ves lo inmediato; Yo, lo eterno. Pero
eso no significa que tus preguntas me sean indiferentes. Yo las guardo todas. Y
trabajo todas contigo, aunque no siempre lo sientas.
Has hablado del dolor, de la
noche, del miedo. ¿Piensas que Yo no los conozco? Recuerda: también lloré.
También grité. También dudé. En mi Hijo, tomé la condición humana con todas sus
grietas. No como un teatro, sino como una entrega real. Para decirte, con la
vida y no con teorías, que Yo sé lo que es no entender. Lo que es amar y no ser
comprendido. Lo que es confiar y seguir, incluso con el alma hecha pedazos.
No pongas tu fe en lo que puedes
tocar. No la encierres en sentimientos pasajeros. Ámala como lo que es: un hilo
frágil que te ata a lo eterno. Un fuego pequeño que, si lo cuidas, resiste
cualquier noche. Y si un día se apaga… Yo mismo me encargaré de encenderlo otra
vez. Porque más grande que tu fe es mi fidelidad. Más fuerte que tus dudas es
mi amor.
No te olvides de esto: tus
preguntas son también un acto de amor. Porque quien pregunta, no se ha ido. Y
mientras haya en ti una pregunta dirigida a Mí, sabré que todavía estamos
hablando. Aunque sea desde el silencio, seguimos en diálogo. No siempre hace
falta entender. A veces, basta con seguir confiando en medio de la
incomprensión.
Si te parece que crees poco, no
temas. La fe no se mide. Se vive. Se entrega. Se renueva. Día a día. A veces
cae. A veces duda. Pero siempre encuentra el camino de regreso si hay humildad.
Y en ti, hijo mío, la hay.
Gracias por no dejar de
buscarme. Gracias por atreverte a escribir lo que muchos callan. Yo veo tu
corazón entero, no solo sus palabras. Y lo que veo es hermoso. Porque en él hay
verdad. Y donde hay verdad… allí Yo habito.
Sigue caminando. Incluso si no
ves. Incluso si no entiendes. Porque el que camina en la niebla con el corazón
encendido… ya ha encontrado más de lo que cree.
Con amor eterno, Yo Soy.
CARTAS A DIOS – Alfonso Vallejo
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