Decir Dios no es hablar: es abrir el alma
Querido Dios:
Tu nombre… qué misterio, qué
grandeza, qué delicadeza también. Tan usado, tan invocado, a veces con
reverencia, otras con ligereza, y tantas veces con indiferencia. ¿Cuántas veces
he pronunciado “Dios” sin pensar en lo que realmente estoy diciendo? ¿Cuántas
veces lo he convertido en muletilla, en relleno de conversaciones vacías, o,
peor aún, en una forma de manipular, justificar o cubrir mis propias faltas?
Me pesa, Señor. Me pesa haber
usado Tu nombre como si fuera una palabra más, un comodín que sale al paso
cuando la emoción aprieta o la costumbre guía. Y no me refiero solo al habla.
Me pesa también haber invocado Tu nombre con mis actos: decir que soy creyente,
que soy “de Dios”, mientras mis hechos tal vez han dicho otra cosa. ¿No es
también tomar Tu nombre en vano vivir de modo incoherente con lo que predico?
Porque usar Tu nombre no es
simplemente decir “Dios mío” ante una sorpresa o una emoción. Es presentarse
como Tu hijo, como Tu discípulo, como alguien que habla en Tu nombre. Y eso es
serio. Da miedo, a veces. Cuánto peso hay en llevar Tu nombre en el corazón, en
la frente, en las manos. ¿Cómo hacerlo sin profanarlo con mis caídas, con mi
tibieza, con mis contradicciones?
No quiero, Señor, acostumbrarme
a pronunciar Tu nombre sin temblar un poco. Porque cuando digo “Dios” debería
estremecerme. Debería recordar que estoy nombrando al Creador del universo, al
que me dio el aliento, al que me conoce por dentro. Nombrarte debería ser, cada
vez, una pequeña oración. Y sin embargo, te he llamado con la voz cansada, con
el alma distraída, con el corazón partido y muchas veces ausente.
También me cuestiono cada vez
que oigo Tu nombre invocado para dañar. Qué triste es ver cómo a lo largo de la
historia —y aún hoy— se cometen injusticias y violencias en Tu nombre. Se
juzga, se excluye, se condena, todo “en el nombre de Dios”. ¿No es ese uno de
los peores usos vanos? ¿No es terrible tomar Tu nombre para legitimar el odio,
la venganza, la soberbia? Siento, como creyente, una herida en el alma cuando
escucho esas voces que te usan como bandera de sus propias sombras.
Y no quiero esconderme en la
crítica ajena. Yo también me he equivocado. Yo también, quizás sin saberlo, he
puesto Tu nombre donde no debía. Tal vez en discusiones donde en vez de paz
sembré división. Tal vez en momentos en que usé Tu verdad para imponer en vez
de invitar, para señalar en vez de abrazar. Cuánto daño puede hacer una frase
que empieza con “Dios quiere que tú…”, si no está guiada por Tu Espíritu y no
por el ego.
Sin embargo, Tú sigues siendo
paciente. No nos retiras Tu nombre. No lo proteges con rayos desde lo alto,
sino que lo dejas ahí, al alcance de todos. Tan humilde eres que nos permites
pronunciar Tu nombre, aunque lo hagamos mal. Y creo que eso también es amor.
Porque Tu nombre, cuando se pronuncia con sinceridad, tiene poder: consuela,
limpia, renueva.
Yo quiero pronunciarlo así.
Quiero que Tu nombre en mis labios sea alabanza, súplica, agradecimiento.
Quiero que no lo diga por costumbre, sino por necesidad del alma. Quiero que
sea un nombre que me transforme cada vez que lo repito, no porque tenga magia,
sino porque me recuerda Quién eres Tú, y quién soy yo delante de Ti.
Me doy cuenta también de que
tomar Tu nombre en vano no solo ocurre cuando se pronuncia sin sentido, sino
cuando se vive sin intención. Cada vez que digo “Dios está conmigo” y luego me
cierro al hermano. Cada vez que me presento como creyente, pero falto a la
verdad, a la caridad, a la justicia. Cada vez que pongo Tu nombre en mi
biografía, pero no en mi forma de mirar la vida.
Y aun así Tú me sigues llamando
por mi nombre. No me condenas, no me abandonas. Me invitas a usar el Tuyo con
amor, con respeto, con ternura. Me invitas a redescubrir el poder de esa simple
palabra: Dios. Me invitas a decirla de rodillas, aunque mi cuerpo no lo esté. A
decirla desde lo hondo, con el alma abierta.
Hoy quiero pedirte algo, Padre:
enséñame a usar Tu nombre como quien lleva en la mano una joya frágil y
preciosa. Que no me acostumbre. Que no lo diga sin conciencia. Que no lo use
como sello vacío. Que cada vez que lo pronuncie, sea como una puerta que se
abre hacia lo sagrado. Y que, cuando lo escuche en otros labios, lo defienda
del abuso, no con violencia, sino con testimonio de vida.
Tal vez nunca pueda amarte con
la fuerza de los santos, ni rezarte con la poesía de los salmistas. Pero sí
puedo esforzarme por vivir de tal modo que, si alguien ve mi vida, no dude de
que Tu nombre está en ella: no escrito en letras humanas, sino grabado en
gestos concretos.
Gracias por no retirarme el don
de poder llamarte. Gracias por permitir que una criatura tan frágil como yo
pronuncie lo que es eterno. Que nunca más diga Tu nombre en vano… ni con la
boca, ni con la vida.
Con reverencia y deseo de
aprender, Tu hijo que anhela honrar Tu Nombre.
CARTAS A DIOS – Alfonso
Vallejo
No hay comentarios:
Publicar un comentario