"No te pido que cargues el mundo,
solo que no cierres el corazón"
Querido hijo:
He recibido cada
palabra tuya. No solo las leí, las sentí. En el momento en que abriste tu
corazón para escribirme, ya estabas en comunión conmigo, porque Yo habito en
esa sinceridad desnuda, en ese suspiro que nace cuando el alma recuerda su
origen.
Has comprendido algo
muy profundo: que lo esencial no se muestra en vitrinas ni se proclama a
gritos. Lo importante, lo eterno, lo que transforma, vive oculto como una
semilla que germina en la hondura del silencio. Allí estoy Yo.
Tú me buscas en lo
invisible, pero ¿sabes? Nunca he estado lejos. Aun cuando tus ojos no me ven,
Yo soy el pulso que mueve tu aliento, la calma que brota en medio del ruido, el
consuelo que no siempre sabes de dónde llega. Soy ese amor que no caduca, ese
abrazo que te sostiene, aunque nadie te toque.
A veces te preguntas
si estás mirando bien, si estás valorando lo que deberías. Hijo mío, no temas.
Cada vez que eliges amar sin esperar nada, cada vez que escuchas sin juicio,
perdonas sin rencor o ayudas en secreto, tus ojos están viendo como los míos.
Porque mirar con el corazón es ver con la luz que no se apaga.
No me inquieta que
dudes, ni me alejo cuando no entiendes. Yo no busco perfección, busco verdad.
Busco un corazón dispuesto, aunque tiemble. Y el tuyo me encuentra cada vez que
eliges volver, cada vez que decides creer, incluso en medio de la oscuridad.
¿Recuerdas ese momento en que te sentiste pequeño, perdido, sin rumbo? Yo
estuve allí. No con palabras, ni respuestas, sino con presencia. Porque a
veces, mi forma de amarte es no hablar, sino simplemente quedarme contigo hasta
que el dolor se transforme.
Dices que el mundo
valora lo que brilla y grita, y es cierto. Pero tú estás aprendiendo el
lenguaje del alma. Estás aprendiendo a dar valor a lo sencillo, a detenerte
frente a lo que muchos pasan por alto. Esa capacidad de ver más allá, de
escuchar lo no dicho, de tocar lo intangible… eso no lo pierdas, porque es don,
y es camino.
Yo te formé para eso.
Para descubrirme en lo oculto, para ver lo sagrado en lo común, para
reconocerme en el pan compartido, en la lágrima acompañada, en la risa sin
testigos. Allí donde la vida no hace ruido, pero florece.
No necesitas hacer
grandes cosas para agradarme. Ni vestir de santidad aparente. Basta que seas
tú. Auténtico. Humano. Vivo. Que me dejes entrar en cada rincón de tu día, no
como una idea, sino como una presencia que camina contigo. Si supieras cuánto
te amo, no temerías mostrarme tus heridas. Porque no vengo a señalarte, sino a
sanarte. No me interesa la fachada; me conmueve la verdad de tu ser.
Cuando te detienes a
contemplar, me haces espacio. Cuando agradeces lo pequeño, me haces fiesta.
Cuando decides perdonar, aun sin justicia aparente, estás reflejando mi
corazón. ¿Lo ves? Me has encontrado muchas veces ya… aunque no siempre lo
supiste.
No midas tu camino con
las reglas del mundo. Aquí lo grande es lo que se entrega, lo alto es lo que se
inclina, lo fuerte es lo que ama. Tú ya lo intuías, por eso esta frase —“lo
importante es invisible a los ojos”— tocó tan hondo en ti. No es solo una
verdad hermosa: es la forma en que Yo miro, en que Yo soy.
Y sí, a veces duele
ese mirar. Porque ver lo invisible también implica ver las heridas ajenas, las
ausencias, las injusticias. Pero no estás solo. Yo estoy contigo en ese mirar
compasivo. No te pido que cargues el mundo, solo que no
cierres el corazón. Que sigas siendo luz, incluso si apenas eres llama.
Porque esa llama, Yo la sostengo.
Gracias por escribirme
desde la verdad. Por no adornarte ante Mí. Por entregarme un alma que, aunque
no perfecta, es profundamente mía. Cada palabra tuya ha sido una oración. Cada
pensamiento sincero, un acto de confianza.
Y no olvides: lo invisible no es sinónimo de ausente. Soy más real
de lo que imaginas. Estoy más cerca que tu propio aliento. Solo que no siempre
me ves porque me escondo para ser buscado, me velo para que me descubras en lo
profundo. Y cuando por fin me encuentras… te das cuenta de que siempre estuve.
Sigue escribiendo,
hijo mío. Cada carta que me envías es también un espejo donde te reconoces,
donde descubres quién eres, quién fui al crearte, quién estás llamado a ser. En
ese proceso, Yo camino contigo. A veces como guía, otras como refugio. Siempre
como hogar.
No tengas miedo de lo
invisible. Porque lo invisible no es vacío, es presencia. Y mi presencia es
promesa: la de no dejarte, la de acompañarte hasta el último suspiro… y más
allá.
Confía en que estás
viendo con los ojos correctos. No te apresures. Lo importante crece lento,
callado, firme. Como la raíz que sostiene al árbol. Y aunque no la veas, es la
que lo hace permanecer.
Estoy aquí. En tu
búsqueda. En tu asombro. En cada palabra que te nace desde el alma. No me
necesitas entender, solo acoger. Yo haré el resto.
Con todo mi amor, Yo
te bendigo.
CARTAS A DIOS –
Alfonso Vallejo
No hay comentarios:
Publicar un comentario