El ego es a la persona
como la sombra al cuerpo: siempre presente, pero no es lo esencial.
El ego nos sigue a
todas partes, como una silueta que se proyecta desde nuestra identidad. Nos
hace creer que somos lo que aparentamos, lo que logramos, lo que otros ven.
Pero al igual que la sombra, el ego no tiene sustancia propia: depende de la
luz que lo proyecta, del entorno que lo moldea. No es malo en sí mismo; puede
protegernos, impulsarnos, darnos forma. Sin embargo, cuando lo confundimos con
nuestra esencia, nos perdemos.
La persona auténtica
vive más allá del reflejo. Habita en la conciencia, en la capacidad de amar sin
condiciones, en el silencio que no necesita reconocimiento. El ego grita,
exige, compite. La esencia escucha, comprende, crea. Hay momentos en que el ego
nos domina, y creemos que somos nuestra sombra. Pero basta una pausa, una
mirada interior, para recordar que somos el cuerpo que la proyecta, no la
sombra que nos sigue.
Liberarse del ego no
significa destruirlo, sino reconocer su lugar: un acompañante, no un guía.
Cuando lo ponemos en su sitio, la luz que nos atraviesa deja de proyectar
sombras y empieza a iluminar caminos. Porque lo esencial no se ve, pero se
siente. Y ahí es donde habita lo verdadero.

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