Pronunciar
el nombre de Dios es comenzar a vivirlo
Querido hijo:
Mi nombre no es solo un conjunto
de sonidos o letras. Es una puerta, es un reflejo, es una semilla. Es
presencia. Cuando lo pronuncias con fe, me haces presente. Cuando lo dices con
respeto, Me das espacio para habitar tu vida. Cuando lo repites con amor, Me
das permiso para actuar en ti.
Sé que en el mundo el nombre
“Dios” se escucha en mil bocas, muchas veces sin sentido, sin corazón. A veces
como coletilla, a veces como exclamación vacía, a veces, tristemente, como
arma. Y tú sientes dolor por eso. No te equivoques: ese dolor no te aleja de
Mí; te une más íntimamente. Porque Mi nombre no es un adorno, es un eco de mi
ser. Y cuando alguien lo usa sin respeto, no es solo un ruido: es una ausencia.
Tú lo has comprendido bien:
tomar Mi nombre en vano no es solo decirlo con ligereza, sino vivirlo sin
coherencia. Yo mismo he dicho: “Este pueblo me honra con los labios, pero su
corazón está lejos de Mí.” No te juzgo por tus caídas, hijo. Te abrazo por tu
lucidez, por tu conciencia despierta, por ese temblor que te recorre al darte
cuenta de que mi nombre es demasiado grande para pronunciarlo sin alma.
¿Sabes por qué te pedí que no
tomaras mi nombre en vano? Porque mi nombre es sagrado. Pero también porque tú
eres sagrado. Y aquel que lleva mi nombre, también lo lleva impreso en su
identidad más profunda. Fuiste creado a mi imagen, y cuando llevas Mi nombre,
llevas una misión: la de reflejarme con tu vida, con tus palabras, con tu
manera de estar en el mundo.
Has dicho algo hermoso y
valiente: que quizás no sabes pronunciar mi nombre con el fervor de los santos,
pero que deseas aprender a hacerlo. Hijo mío, eso basta. El deseo auténtico ya
es camino. No todos los que me llaman “Señor” entran en el Reino, pero todos
los que me buscan de corazón son recibidos por Mí. Porque Yo no vine a buscar
voces perfectas, sino corazones abiertos.
Me conmueve que quieras que Mi
nombre en tus labios no sea una costumbre, sino una oración. Y eso es
exactamente lo que deseo: que cada vez que digas “Dios”, algo en tu interior se
despierte. Que no sea una palabra más entre tantas, sino una chispa que ilumina
tu conciencia, que eleva tu espíritu, que ordena tu mirada.
Y te diré un secreto: cuando
pronuncias Mi nombre con amor, aún en la noche del alma, mi Espíritu se mueve.
Incluso cuando solo susurras “Dios” en medio de un día gris, Yo lo escucho. Yo
me acerco. No necesito grandes discursos. Necesito verdad. Y tú me estás
hablando con esa verdad que tanto valoro.
También mencionaste el dolor que
sientes al ver cómo se cometen actos terribles en Mi nombre. Te digo con
firmeza: no estoy del lado de quienes levantan mi nombre como espada para herir
al prójimo. Mi nombre no se impone, no se manipula, no se negocia. Mi nombre es
comunión, es misericordia, es justicia hecha compasión. Cada vez que se utiliza
para el odio, ese no es mi nombre, aunque lo pronuncien igual. Y benditos sean
los que, como tú, se entristecen por ello, porque muestran que aún hay alma en
el mundo.
Tampoco te juzgo por tus propias
contradicciones. Sé que no siempre vives a la altura de lo que dices creer. ¿Y
quién puede hacerlo todo el tiempo? Pero el hecho de que te lo preguntes, de
que reconozcas esas tensiones, es señal de que no te has rendido al cinismo.
Hay una llama en ti, pequeña quizás, pero viva. Y con esa llama puedo obrar
maravillas.
Dices que quieres que tu vida
sea una especie de testimonio silencioso de mi nombre. ¡Qué bella meta! Hacer
que tu existencia misma sea un acto de alabanza. Vivir de tal modo que alguien,
al verte, se acuerde de Mí. No por tus palabras, sino por tu forma de mirar, de
acoger, de resistir el mal sin perder la ternura. Esa es la santidad de los
sencillos. Esa es la adoración verdadera.
No tengas miedo de volver a
pronunciar Mi nombre con ternura. No temas repetirlo cuando no tengas otras
palabras. A veces, un simple “Dios mío” dicho con honestidad puede contener más
fe que un libro entero de teología. La oración no es cantidad, es calidad del
corazón. Es decirme “aquí estoy” aunque no sepas qué más decir.
Te invito también a defender mi
nombre, no con gritos, sino con ejemplo. Que quienes te escuchen hablar sientan
que algo distinto vibra en tus palabras. Que quienes convivan contigo perciban
que el respeto por lo sagrado está presente, no solo en lo que dices, sino en
cómo lo dices.
Y cuando falles, cuando te
descubras repitiendo mi nombre por rutina, o cayendo en la incoherencia, no te
desesperes. Dímelo. Vuelve a empezar. Yo no me retiro por una falta. En
realidad, no me retiro nunca. Estoy siempre dispuesto a ayudarte a redescubrir
la dignidad de cada palabra que Me nombra.
Amo que me busques con
reverencia. Amo que quieras honrarme no solo con la voz, sino con la vida. Cada
paso que das hacia esa coherencia es un canto para Mí. No importa lo lento que
camines. Tu dirección me alegra. Tu esfuerzo es perfume en el cielo.
Te dije una vez que no tomaras
Mi nombre en vano, no para atarte, sino para protegerte. Porque cuando Mi
nombre se vuelve valioso en tu corazón, tú también comienzas a valorar lo que
eres. No olvides que Mi nombre está unido al tuyo. Cuando tú pronuncias “Dios”,
Yo pronuncio “hijo”. Y eso nos une más que cualquier mandato: un vínculo de
amor vivo y eterno.
Con
infinita paciencia y orgullo por tu alma despierta. Yo te bendigo.
CARTAS A DIOS – Alfonso Vallejo

No hay comentarios:
Publicar un comentario