El tiempo transcurre, va pasando la
vida. Veremos como van desapareciendo nuestros seres queridos: primero los
abuelos, después los padres y, sin darnos cuenta, nos encontraremos en primera
línea para dejar la vida.
Hemos visto pasar los inviernos, uno
tras otro, hemos visto caer las hojas de los árboles. En nuestros primeros
inviernos, siendo niños, corríamos por las rutas de la vida ansiosos por
crecer, y después, ya crecidos, nuestros hijos nos tomaron el relevo, como un
día lo harán nuestros nietos y biznietos.
Pero según vamos creciendo, hasta
envejecer un día, hay cosas que permanecen inmutables: el Sol que nos alumbra
cada día, la Naturaleza inmutable en su mismo cambio según las estaciones, y
nuestro trabajo sagrado y grandioso en la tierra.
Lo triste, es que muchos de los que
crecen, envejecen y mueren, lo hacen sin tan siquiera plantearse, ni una sola
vez en su vida, que están haciendo aquí. De la misma manera que no se
cuestionan que el Sol salga cada día.
Llegamos a la vida porque así lo
hemos decidido, nacemos por propia decisión, y lo hacemos para cumplir ese
trabajo sagrado, nuestro trabajo, nuestra misión. Trabajo del que no nos
acordamos ni poco ni mucho. Por no acordarnos ni tan siquiera recordamos de dónde
venimos y hacia dónde vamos.
Nos olvidamos de Dios, nuestro Padre,
nos olvidamos de su Amor, nos olvidamos que Él es nuestro origen y nuestro
destino. A veces me pregunto, ¿Cómo será el momento en el que dejemos el cuerpo
y nos encontremos nuevamente cara a cara con Dios? Es claro que nos está esperando,
con paciencia, con alegría. Él mejor que nadie sabe que todos nuestros momentos
de sufrimiento y soledad, son ilusión vivida por la mente, y sabe que pasarán a
formar parte del aprendizaje y bagaje del alma, como sabe que desaparecerán de
inmediato en el momento que volvamos a poner nuestros pies en casa, en la casa
del Padre.
Y para Él, para el Padre, no
importará cuales hayan sido nuestros comportamientos, no importará si nos
sentimos culpables, Él nos ha perdonado antes incluso de cometer el mal. ¿Qué
padre no perdona a su hijo?, ¿Qué padre no recibe con los brazos abiertos al
hijo pródigo? Porque eso es lo que somos, como el hijo prodigo, nos fuimos de
casa y nos olvidamos. Pero para Él somos sus bebés aprendiendo a vivir, aprendiendo
a amar, en esta escuela que es la vida.