Indhira
fue la última de los hermanos en llegar a la casa de sus padres para la comida
familiar del domingo. En realidad, no le apetecía ir, pero tenía que hacerlo y
aparentar que se encontraba fantástica porque alegar que no se encontraba bien
hubiera sido el prólogo de infinitas preguntas y presiones para que contara la
causa de su desastroso estado emocional.
Lo que
menos se espera de ella, la psicóloga y terapeuta, que siempre está en su
centro y sirve de paño de lágrimas al resto de la familia, es un bajón
emocional.
Y,
además, no existía una razón lógica para encontrarse en tan lamentable estado.
Ella misma era consciente de la falta de argumentos. Todo lo que le había
pasado era que un hombre, que parecía encantador, se había despedido casi sin
decir “adiós”, después de haber estado juntos durante doce maravillosas horas.
Se fue sin intentar concertar un segundo encuentro ni darle tiempo a Indhira a
que lo intentara ella. No pudo ser, no hubo posibilidad.
Antes
de llegar a casa de sus padres dio un paseo para recuperarse y compró unos
dulces para el postre.
Su
refugio fueron sus sobrinos, Fiorella de doce años y Gabriel de ocho. Estuvo
correteando con ellos en el jardín mientras su padre, su hermano y su cuñado se
tomaban una cerveza hablando de futbol o política, que eran sus temas
favoritos, y su madre y Fiorella, su cuñada, terminaban de preparar la comida.
Naihara
su hermana, embarazada de seis meses, sentada en una tumbona la observaba
jugando con los niños y, en un momento que Indhira se sentó a descansar a su
lado le preguntó a bocajarro:
-
Estás rara, ¿qué te pasa?
-
Nada, estoy como siempre.
La
conexión entre las hermanas siempre había sido muy especial, como si fueran
gemelas. Sentían cada una el estado emocional de la otra solo con tenerla
cerca.
-
Podrás engañar a los otros o disimular
delante de ellos, pero ya sabes que a mí no puedes ocultarme nada. Lo veo en
tus ojos. Mientras sonríes tus ojos tienen una tristeza que no había vuelto a
ver desde que rompiste con Alberto. ¿Qué te pasa? –insistió Naihara.
-
Está bien, pero no cuentes nada a
nadie, porque no hay una razón lógica, y ni yo misma entiendo cómo puedo estar
así por una nimiedad.
>>
Es algo extraño. El miércoles por la mañana vino un señor mayor para que le
hiciera un masaje. Masaje que, por cierto, no necesitaba porque estaba mejor
que tú y que yo. Al finalizar el masaje fui a buscar algunas recomendaciones
sobre alimentación que tengo en la computadora y la computadora no funcionaba.
Él me dio el número de celular de un técnico informático que conocía.
>>
Llamé al técnico, en cuanto se fue el señor, y esa misma tarde, a las tres,
Antay llegó a mi casa.
>> Antay es de la edad de Giuliano, tu esposo. Es
guapo, amable, respetuoso, inteligente, delicado, y lleno de miedo.
- ¡Vaya!,
parece que estamos llegando al meollo. Ya veo que te impresionó el técnico.
- Sí.
Mucho. Pero espera. Cuando llegó yo creí que era mudo y loco, porque se me
quedó mirando fijamente, sin apartar la mirada y sin decir nada. Yo con la mano
extendida diciendo “Soy Indhira, encantada de conocerte”, y él mudo como un
muerto sin apartar la mirada. Al final pudo decir “Hola”.
>>
Si no llega a ser porque era recomendado por Ángel, el señor al que le hice el
masaje, que era un dechado de cortesía, hubiera cerrado la puerta y le hubiera
dado con ella en las narices.
>>
Le dije que me siguiera a la sala de terapias y allí, delante de la computadora,
parece que se recuperó de la impresión de verme y comenzó a hablar y a
comportarse como lo que es, un caballero.
>>
Pero, ¡oh, sorpresa!, la computadora funcionaba a la perfección. Estuvimos
tomando un té durante casi una hora, porque a las cuatro yo tenía una terapia,
esperando a ver si la computadora volvía a fallar. Nunca más falló.
>>
Diez minutos antes de las cuatro me llama el paciente para cambiar la hora, con
lo que Antay y yo seguimos conversando hasta las seis. Se me pasó el tiempo
volando. No había estado tan cómoda y relajada desde hace mucho tiempo. Es un
buen conversador y, sobre todo, un gran escuchador.
>>
A la hora de irse, me dice que no me cobra nada porque no había hecho nada. Por
un momento me sentí mal, y se me ocurrió hacer un trueque. Le haría una terapia
a cambio. Así podría volverle a ver. Me apetecía infinito. Yo había quedado tan
impresionada con él como él conmigo, pero creo que de eso no se dio cuenta.
Aunque es especial, no deja de ser hombre y estas cosas no las captan como
nosotras. Al final quedamos para el sábado, ayer, a las nueve para hacer una
regresión.
>>
Hicimos una regresión preciosa y al terminar me invitó a almorzar. Le dije que
sí. Se volvió a impactar cuando aparecí arreglada. Y estuvimos juntos hasta las
nueve de la noche. Paseando por el malecón, viendo la puesta de sol. Fue un día
increíble. Conectamos desde el primer minuto y seguimos conectados, con una
sensación de familiaridad como si nos conociéramos de toda la vida. En los
silencios nos perdíamos uno en la mirada del otro.
- Muy
bien, ¿no?, ¿dónde está el problema?
- En la
despedida.
- ¿Qué
paso?, ¿le dio la locura y tuviste que llamar al serenazgo?
- No. Le
dio miedo. ¿Qué digo miedo?, le dio terror.
>>
Al llegar a casa, abajo, por supuesto, después de decirle yo que había sido un
dia encantador, me dice que para él, también, fue un día increíble, que nunca
había estado tan cómodo y tan bien, me da las gracias, y me dice que si conozco
a alguien que necesite un informático le dé su número que él dará el mío a
quien necesite un masaje, me da un beso de despedida, en la mejilla, se da la
vuelta y se va.
>> Y allí me quedé yo, con cara de tonta, sin
entender nada, absolutamente nada.
>>
No le puedo sacar de la cabeza, ni a él ni a la situación. He dormido fatal y
sigo fatal. No iba a venir, pero no tenía justificación.
- Ese
comportamiento ¿tú crees que fue por miedo?
- Más que
miedo, es terror. Solo ha tenido una relación en su vida, hace quince años, que
duró tres meses. Le plantó yéndose con otro de la noche a la mañana. Su teoría
es que si no tiene una relación no le van a dejar y no va a sufrir, supongo que
por eso no quiere involucrarse.
- Pues no
sabe lo que se pierde.
- Ya. No
sé qué tengo que hacer.
- Chiki,
parece mentira que digas eso, precisamente tú.
>>
¿Qué le dirías a una persona que llegara a tu consulta con esa historia?
- Que no
pensara. Que no le diera vueltas inútiles en la cabeza y que se dejara guiar
por lo que siente y actuara en consecuencia.
- Y eso
¿quiere decir?
- Que si
le apetece llamarle que lo haga, porque si no hace nada ya tiene el “no”, por
lo tanto que busque el “si”. Que no se quede con la duda. Si él no hace caso ya
tiene la respuesta, pero yo creo que sí la haría caso.
- Pues ya
sabes que hacer. ¿Cuándo le llamarás? –quiso saber su hermana.
- Esperaré
unos días. Quiero ver como evoluciona esta fiebre, porque si es pasajera, se
habrá acabado el mal casi antes de empezar.
- Tú eres
la dueña de tus tiempos. Ahora cambia la cara y vamos a la mesa que nos están
esperando.
La
reunión familiar resultó tan agradable como de costumbre. La comida estaba
exquisita, al piqueo que preparó su cuñada le siguió el cebiche que su mamá
hacia como nadie, cerrando con los dulces que trajo Indhira.
Después
de la comida la familia se fue poniendo al tanto de las noticias de cada uno de
sus miembros. Por supuesto, Indhira no contó nada de su maravilloso sábado.
Desearon
un feliz viaje a su papá que el lunes viajaba a Bogotá, en su viaje trimestral,
para visitar las oficinas que la inmobiliaria, de la que es el dueño, tiene en
Colombia.
Una
semana cada tres meses viajaba para visitar la delegación que estaba operando
en Colombia desde hacía tres años. Al padre de Indhira le gustaría ampliar el
negocio abriendo más oficinas en otros departamentos de Colombia, pero su edad,
sesenta y ocho años, hacía que se lo pensara, teniendo en cuenta que cuando él
se jubilara nadie de la familia iba a seguir al frente de la empresa, por lo
que el trabajo de toda su vida tendría que cedérselo a una persona desconocida, fuera de la familia.
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