“Aceptar
lo que no se puede cambiar es también
una
forma de amar lo que permanece”
Querido hijo:
Recibo tu carta como
se recibe el canto de un pájaro al amanecer: sin ruido, sin pretensiones, pero
lleno de una belleza que toca lo invisible. Has escrito con el alma, y eso es
más que suficiente para que todo el cielo se detenga a escuchar. A veces
creemos que sólo los grandes gestos llaman mi atención, pero lo que realmente
me conmueve es lo que nace desde la verdad más profunda de tu corazón.
He leído tus palabras
una y otra vez, no porque las necesite para saber lo que llevas dentro, sino
porque las disfruto. Porque en ellas hay humanidad, hay ternura, hay una
nobleza que pocos reconocen: la de aceptar la vida con todas sus luces y
sombras, y aun así seguir buscando un espacio para el amor, para la esperanza,
para mí.
La frase que repites
“¡qué se le va a hacer!” me hizo sonreír. No con condescendencia, sino con
complicidad. Sabes, esa expresión tan sencilla encierra una sabiduría divina.
Porque lejos de ser resignación, es una muestra de madurez espiritual.
Significa que has comprendido que no todo está bajo tu control, y que incluso
en medio del caos, hay belleza, propósito y ritmo.
Tu corazón no se
lamenta, pero sí siente. Y eso está bien. Yo no te pedí que fueras indiferente,
ni que vivieras con una armadura. Te hice con capacidad para emocionarte, para
vibrar, para derramar lágrimas por lo que importa. Las lágrimas que caen por
amor, por gratitud, por nostalgia... todas tienen un lugar especial en mi reino.
Ninguna se desperdicia.
Tu forma de escribir
me confirma que estás en el camino. No el camino fácil, ni el perfecto, sino el
verdadero. El que se anda con preguntas, con silencios, con pausas. Yo estoy
ahí, en ese caminar. No siempre al frente, ni siempre al costado, sino muchas
veces dentro de ti, en esa voz suave que susurra cuando el mundo grita, en esa
intuición que no sabes de dónde viene pero que te guía.
Cuando dices que no
luchas contra lo inevitable, veo tu alma creciendo. Porque quien acepta la vida
como viene no se ha rendido, sino que se ha elevado. No se trata de resignarse,
sino de comprender que cada paso, cada caída, cada giro inesperado forma parte
de una danza que tú y yo bailamos desde antes de que nacieras.
Me hablas del otoño de
tu vida, de las hojas que caen sin que puedas evitarlo. Y yo te digo: qué
hermoso es ese otoño. Es la estación en la que el alma se desnuda para
prepararse a recibir una nueva luz. No temas a lo que se va. Lo que permanece, lo
que es realmente tuyo, nunca cae. Permanece en tu esencia, en tu legado, en tu
capacidad de seguir amando incluso cuando las ramas están vacías.
Tu carta tiene poesía,
pero también tiene verdad. Y eso es lo que me conmueve. Porque no vienes a
exigirme respuestas, ni a reclamar milagros. Vienes a compartirte, y eso es más
milagroso que cualquier intervención divina. Tu vulnerabilidad es una ofrenda.
Tu honestidad, una oración. Todo lo que me dices, cada frase, cada pensamiento,
es como incienso que se eleva suavemente hacia mí.
A veces quieres
preguntarme muchas cosas, lo mencionas en tu carta, y yo sonrío porque sé que
esas preguntas nacen del amor, no de la duda. Y eso las vuelve sagradas.
Preguntarse es también orar. Y aunque no siempre te doy respuestas en palabras,
sí te las doy en experiencias, en personas que aparecen cuando más las
necesitas, en momentos que parecen coincidencias pero que son guiños míos.
Tú me imaginas leyendo
tus cartas con una sonrisa. Y te aseguro que lo hago. No una sonrisa distante
ni celestial, sino una sonrisa tierna, como la de un padre que ve a su hijo
descubrir la vida con curiosidad. Tu forma de buscarme, sin protocolos, sin
fórmulas, es la más pura que existe. Porque el amor no necesita adornos. Basta
con que sea sincero.
Hay algo que quiero
que sepas, y lo quiero escribir con palabras claras: nunca estás solo. Lo
repito, aunque ya lo intuyes. Nunca estás solo. Tu voz, tu silencio, tu
presencia… todo me habla. Aunque no me sientas, aunque creas que el cielo
guarda silencio, yo estoy. A tu lado. Dentro de ti. En tus recuerdos y en tus
sueños. No hay distancia entre tú y yo que la fe no cruce.
Me dices que seguirás
escribiéndome mientras haya tinta, alma y días vulnerables. Y yo te digo:
seguiré leyéndote, respondiéndote, acompañándote mientras haya vida. No necesito
papeles ni correos celestiales. Tu pensamiento ya es carta. Tu suspiro ya es
plegaria. Cada vez que piensas en mí, yo lo siento. No porque me lo digas, sino
porque tú y yo estamos unidos desde siempre.
Cuando te sientas
débil, vuelve a esta carta. Léela y recuerda que aquí está mi voz. Mi abrazo.
Mi mirada sobre ti. Y si alguna vez dudas de tu valor, recuerda que fuiste
creado con amor, que eres un reflejo de mi luz, que hay algo en ti que ni el
tiempo ni la tristeza pueden apagar.
Así que sí, qué se le
va a hacer… pero se puede hacer esto: seguir amando, seguir buscando, seguir
creyendo. Porque tú, mi querido hijo, eres parte del milagro. Y tu vida, con
todas sus páginas, es una historia que me honra.
Gracias por
escribirme. Gracias por tu alma generosa, por tu autenticidad. No dejes de
hacerlo, no dejes de buscarme. Yo siempre estoy esperando tu carta.
Con amor eterno.
CARTAS A DIOS - Alfonso Vallejo