La paz no llega cuando todo está
“resuelto”, sino cuando me permito ser
Vivimos en un mundo
que nos educa para perseguir la solución. Resolver problemas, tomar decisiones,
cerrar ciclos, alcanzar metas, “arreglar” lo roto: todo parece girar en torno a
ese verbo, “resolver”. La sociedad nos ofrece infinitas fórmulas, rutinas y
consejos para alcanzar una paz que, al final, siempre parece estar en el
horizonte y nunca en el presente. Pero ¿qué ocurre cuando esa paz no se encuentra
en el orden externo, sino en la aceptación interna? ¿Y si la verdadera
serenidad no aparece cuando todo está bajo control, sino cuando simplemente me
permito ser?
Aceptar ser implica
abrir espacio a lo imperfecto. Es dejar de esperar que las cosas sean como
deberían ser, y aprender a habitarlas tal como son. La paz, entonces, no sería
ese silencio pulcro tras una tormenta domesticada, sino la capacidad de
encontrar calma en medio del viento, de mirar el caos sin pretender dominarlo,
y de reconocer que no todo lo que vibra debe ser silenciado.
Desde pequeños nos
enseñan que hay que ordenar la habitación, entender las matemáticas, aprender a
comportarse, corregir errores, y encontrar respuestas. Esa estructura lineal
nos lleva a creer que cada “desorden” es una falla, y que la tranquilidad solo
llega cuando logramos controlarlo todo. Sin embargo, esta narrativa ignora una
verdad esencial: la vida no se resuelve,
se vive.
La constante búsqueda
de resolución suele producir más ansiedad que paz. Cuanto más nos obsesionamos
con cerrar capítulos, más tememos abrir nuevos. Queremos que las emociones
tengan un inicio, desarrollo y final claro. Pero el alma no responde a guiones.
No hay protocolo para el duelo, el amor, la duda, o la incertidumbre. La vida
emocional es más cercana a un río que a una ecuación: fluye, se desvía, se
estanca y, a veces, arrasa. Pretender resolverla es como intentar embotellar el
mar.
Cuando me permito ser,
renuncio a ser el proyecto de alguien más. Dejo de compararme con estándares
externos y empiezo a mirar mi autenticidad como fuente de valor, no de
vergüenza. Esta decisión no se toma una sola vez, se reafirma cada día, en cada
gesto, en cada pensamiento que me recuerda que no necesito estar “listo” para
estar en paz.
Ser implica aceptar
mis contradicciones, mis luces y mis sombras. Implica reconocer que no soy una
idea fija, sino un proceso continuo. Que mi tristeza no invalida mi alegría, ni
mi miedo descalifica mi valentía. Cuando me permito sentir, sin etiquetarme,
empiezo a desmontar la prisión invisible del perfeccionismo. Y en esa rendición
honesta, aparece la paz como compañera, no como premio.
La paz no es una meta
externa, sino una relación con uno mismo. Es el resultado de un diálogo
interior que deja de ser hostil. Cuando dejo de juzgar cada emoción, cada
pensamiento y cada decisión, abro espacio para el respeto propio. Entonces la
paz no llega porque todo esté resuelto, sino porque yo he dejado de pelear
conmigo.
Hay días en que la
mente se llena de ruido. Dudas, preocupaciones, expectativas. En esos momentos,
la paz no se encuentra en forzar una solución, sino en crear silencio interno:
respirar, observarse, entenderse sin prisa. No hay que resolver todo para
descansar. A veces, basta con sostenerse. Con acompañarse. Con decir: “Estoy
aquí, y está bien”.
Permitirse ser también
significa abrazar lo incompleto. Vivimos queriendo “cerrar” ciclos antes de
tiempo, por miedo a quedar expuestos en medio de la transición. Pero la vida
está hecha de inicios a medias, de respuestas fragmentadas, de caminos sin señalizar.
No hay que entenderlo todo para seguir adelante. No hay que sanar completamente
para merecer amor. No hay que tener claridad para tomar decisiones.
La paz nace cuando
dejamos de castigarnos por no tenerlo todo resuelto. Cuando aceptamos que somos
obra en progreso, no producto terminado. El descanso aparece al soltar la
presión de llegar, y comenzar a honrar el trayecto.
Esta paz interior
también transforma nuestra forma de relacionarnos. Cuando estamos en guerra
interna, es difícil conectar con los demás desde la empatía. Pero al
permitirnos ser, también permitimos que el otro sea. Dejamos de exigir
perfección, y empezamos a crear vínculos desde la honestidad, no desde la
necesidad de “arreglar” al otro.
En la convivencia, esto
se traduce en escucha, comprensión y libertad. La paz personal no se encierra
en uno, se expande en los espacios que habitamos. Se vuelve luz suave que no
ciega, sino que ilumina lo esencial.
La frase “la paz no
llega cuando todo está resuelto, sino cuando me permito ser” no es solo una
reflexión, sino una invitación. A soltar la exigencia, a abandonar la máscara,
a quitarse la armadura. Vivimos esperando que el mundo se alinee para sentirnos
en paz, pero tal vez lo único que necesita ordenarse es nuestro vínculo con lo
que somos.
Ser no es fácil.
Requiere valentía, honestidad, y paciencia. Pero en ese acto de presencia—en
ese estar sin condiciones—la paz deja de ser una meta y se convierte en hogar.