Querido
Dios:
¡Qué paradoja tan
dolorosa! Enseñar a otros a aceptar lo que la vida les presenta, a fluir con
los acontecimientos, a encontrar paz en medio del caos… y yo, sin embargo, me
siento como una hoja arrastrada por el viento, golpeada por los vaivenes de la
existencia, sin rumbo claro ante los acontecimientos que se desarrollan en el
mundo. Me doy cuenta de que no siempre practico lo que predico, y eso me duele.
Me duele porque no es hipocresía lo que hay en mí, sino una profunda
vulnerabilidad que no sé cómo gestionar.
Asomarme a la ventana
del mundo, para mí, es comenzar a sufrir. No es una metáfora, es una
experiencia real. Cada vez que enciendo la televisión, cada vez que leo las
noticias, cada vez que escucho los relatos de quienes viven en carne propia el
horror, siento que algo dentro de mí se rompe. Me invade una tristeza que no sé
cómo transformar. Me siento impotente, pequeño, incapaz de comprender cómo
puede existir tanto dolor, tanta injusticia, tanta crueldad.
Me pasa cuando veo la
masacre que se está llevando a cabo contra el pueblo palestino. Me duele el
alma al ver cómo se extermina a una población civil, cómo se utiliza el hambre
como arma de guerra, cómo se asesina a miles de niños inocentes que no han
hecho más que nacer en el lugar equivocado, (si, ya sé que todos nacemos donde
decidimos nacer). Y lo más paradójico, lo más desconcertante, es que este
horror lo perpetra el pueblo judío, que no hace tantas décadas fue víctima de
uno de los genocidios más atroces de la historia. ¿Cómo puede repetirse el
ciclo del odio? ¿Cómo puede alguien que ha sufrido tanto convertirse en
verdugo?
Me pasa también cuando
contemplo las consecuencias de otra guerra injusta, (aunque, en realidad, todas
las guerras lo son), como la que se libra en Ucrania. ¿Cuánto daño puede causar
la ambición, el ego desmedido, la locura de un solo hombre? ¿Cuánto dolor puede
generar una decisión tomada desde el poder, sin tener en cuenta las vidas que
se destruyen, los hogares que se pierden, los sueños que se desvanecen? Me
cuesta entenderlo, Señor. Me cuesta aceptar que el sufrimiento humano pueda ser
tan fácilmente ignorado por quienes ostentan el control.
Y me pasa cuando
observo lo que ocurre en mi propio país, España. Me duele ver cómo un grupo
político, que se presenta como defensor de ciertos valores, promueve la
discriminación por raza, por religión, por origen. Me duele aún más saber que
millones de personas les votan, que millones de almas consideran legítimo ese
discurso de odio, de intolerancia, de exclusión. ¿Qué nos está pasando como
sociedad? ¿Dónde quedó la empatía, la compasión, el respeto por la diversidad?
Sé, en lo más profundo
de mí, que todo es parte de un proceso. Sé que cada alma está transitando el
camino que ha elegido, que cada experiencia tiene un propósito, que incluso el
dolor puede ser maestro. Pero eso no quita que duela. Eso no elimina la
sensación de desgarro que siento cuando contemplo el sufrimiento ajeno. Me
cuesta mantener la paz interior cuando el mundo parece arder en llamas. Me
cuesta sostener la fe cuando la injusticia se convierte en rutina.
Y entonces me
pregunto, Señor: ¿Qué debo hacer? ¿Cuál es mi papel en medio de este caos?
¿Debo limitarme a lamentarme, a sufrir en silencio frente a la pantalla de la
televisión? ¿Debo convertirme en activista, en defensor de los derechos
humanos, en voz que denuncia y exige justicia? ¿O simplemente debo seguir
observando, sintiendo, sin saber muy bien cómo actuar?
No busco respuestas
ahora. Sé que vendrán en su momento. Solo quería compartir contigo este
torbellino que me habita. Esta mezcla de tristeza, impotencia, indignación y
amor profundo por la humanidad. Porque, a pesar de todo, sigo creyendo en el
ser humano. Sigo creyendo que hay luz en medio de la oscuridad. Sigo creyendo
que, en algún rincón del alma colectiva, aún late la esperanza.
Gracias por
escucharme, por sostenerme, por permitirme expresar lo que muchas veces callo.
Gracias por estar, incluso cuando no entiendo tus caminos.
Con
amor, tu hijo que aún busca comprender.
CARTAS A DIOS –
Alfonso Vallejo
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